La Razón (Cataluña)

La Familia Real en Santiago

- José María Marco

NoNo le quedaba al Rey más remedio que hacer un gran discurso en la ofrenda al Apóstol de este año de 2021. Aunque es de suponer que la obligación no habrá estado exenta de cierta alegría. Por la celebració­n en sí, después empezando a salir ya del espanto del covid, y por la reunión de la Familia Real en la maravillos­a Catedral de Santiago de Compostela. También, por la presencia de la Princesa de Asturias, que habrá recibido la bendición del Santo Apóstol ahora que emprende una etapa nueva y muy importante de su vida. Resulta imposible imaginar una imagen más moderna, más atractiva y más ajustada a lo que España es que la que dio la Familia Real en Santiago. Cualquier puesta en escena republican­a palidece, o bien por exceso de austeridad o bien por sobreactua­ción, como si el republican­ismo siempre tuviera que esforzarse por fingir algo que no llegará a ser jamás. No hay, ni se inventará nunca, ninguna forma de Estado más natural y más sencilla de entender que la monarquía.

Y cuando el monarca y la Casa Real responden con tanta sencillez y tanta humanidad a esa función –por otro lado tan compleja–, se alcanza algo extremadam­ente raro, una forma de perfección. Es lo que pudimos contemplar este domingo, con esa mezcla –también inigualabl­e– de tradición y de modernidad que sólo la Monarquía es capaz de plasmar. Una continuida­d de siglos encarnada en todo el esplendor de la juventud, la belleza y la vida… Nunca agradecere­mos bastante, por otra parte, que la Casa Real española siga ligada a una tradición católica como la que se renovó el domingo. Hay ahí un reconocimi­ento de que el poder político, y lo que este representa, está subordinad­o a fines más altos, y también una invitación a la sociedad a no olvidar estos, sean cuales sean: un hecho que, en contra de lo que predica el laicismo y su empeño seculariza­dor, hace más fácil la convivenci­a y la tolerancia.

Como siempre, el Rey estuvo a la altura del escenario y de la función. La unidad y la permanenci­a de España fue, como era de esperar, uno de los hilos conductore­s de toda la ofrenda. Unidad y permanenci­a que son la condición básica de cualquier pluralismo. Y es que España, a pesar de todo lo que los nacionalis­mos y sus aliados han hecho para acabar con esa realidad, es una sociedad plural y una a la vez: no la parodia de un imperio más o menos austrohúng­aro mal remendado y destinado a acabar atomizado en identidade­s fanatizada­s, sino un país abierto y acogedor, sin más condicione­s que las de la Ley, para todos los que viven aquí, vengan de donde vengan. Esa es la España real que Don Felipe recordó con la evocación de lo que denominó la «cultura jacobea», que es la de la construcci­ón de la idea de Europa en el rincón más remoto de la antigua Cristianda­d y el más occidental de España, en la segunda Jerusalén ante la que cualquiera, convertido en peregrino por un día, percibe la luz más hermosa de la Ciudad –o de la España– eternas.

«Como siempre, el Rey estuvo a la altura del escenario y de la función»

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