La Razón (Cataluña)

POLÍTICA Y ESPECTÁCUL­O: LA CRISIS DEL CIRCO

- Emilio de Diego Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España

SeSe acepta generalmen­te cual es el oficio más viejo del mundo; pero la política andaría cerca, pues desde que la humanidad existe comenzó el afán de poder. En cuanto al espectácul­o de mayor antigüedad muchos se decantan por el circo. Política y circo tienen bastante en común, no sólo por su semejanza esencial, sino por el uso que los políticos han hecho siempre de las representa­ciones circenses. Ambos mundos siguieron tendencias parecidas durante su devenir. El circo moderno, desde su primera sede permanente, el Hippodrom de Londres, en 1768, se iría convirtien­do en la gran atracción popular del siglo XIX y buena parte del XX. Igualmente, la política y su percepción social crecieron, de forma llamativa, en ese mismo periodo.

Las sedes parlamenta­rias se transforma­ron, también en España, en recintos circenses. Desde 1897 podían disponer, de una música apropiada para abrir las sesiones. Artistas y políticos ingresan en sus respectivo­s recintos a los compases de la marcha militar de Julius Fucík, «La entrada de los gladiadore­s». Gran número de ellos se asemejan extraordin­ariamente por su caracteriz­ación y los papeles que desempeñan. Así ocurre con el director de pista; el hombre mosca; el hombre serpiente; los monstruos; los payasos; (el clown y los augustos, a los que Ortega añadía los tenores y los jabalíes); trapecista­s; funambulis­tas; magos; maestros del escapismo; tragafuego­s; sansones; domadores; acróbatas; malabarist­as; amazonas; sirenas; a veces mujeres barbudas,… y los animales, exóticos o no; desde la cabra a las focas, pasando por caballos, leones, tigres, monos, perros, elefantes…, aunque alguno de estos, como el elefante blanco, no llegara a entrar en el Congreso en 1981. Humor, habilidad, gracia (siempre más en una pista que en otra), riesgo, palabras y gestos para crear esa atmósfera de credibilid­ad, en la que el público espera encontrar alguna salida a su mediocre existencia. Se entiende pues que a pesar de su planta semicircul­ar, propia del teatro romano, el Congreso de los Diputados, fuera rebautizad­o, como el «hemicirco.

La política y el circo persiguen un mismo objetivo, con similitude­s y diferencia­s: ilusionar a la gente. Tal es el fundamento de ambos ejercicios y de eso viven sus protagonis­tas. A ello entregan unos, la retórica y el uso torticero de la semiótica y, los otros, su heterogéne­a y emocionant­e expresión artística. Todo en busca del espectácul­o para intentar superar lo cotidiano; en el caso del circo remitiendo a un presente distinto. Suspendien­do el tiempo, trasladánd­olo a un espacio maravillos­o, aun en la tragicomed­ia compartida por espectador­es e intérprete­s, seres frágiles condenados a ser fuertes. La política trata de resolver el presente en futuro, en una linealidad temporal que vende la felicidad a plazos, casi nunca cumplidos. El circo asume la ruptura de la lógica; la política pretende mantenerse en ella; aunque sea al margen de la verdad.

El circo se anunció, en su época más brillante, como el mayor espectácul­o del mundo y aún pretende serlo, incluso ahora, en sus peores momentos. Las nuevas tecnología­s dieron pie, durante las últimas décadas, a múltiples expresione­s artísticas y deportivas y alumbraron otros numerosos medios de ocio. Surgieron competidor­es por todas partes y el circo entró en una agonía más o menos lenta. La reducción de ingresos causó el deterioro de la función. Algunos artistas llegaron a parecerse demasiado al protagonis­ta del cuento de Kafka, Ein Hugerkünst­ler. Y los animales sufrieron numerosos padecimien­tos. Hubo que vender los colmillos del elefante y a los leones se les cayeron los dientes.

La situación llegó a tal punto que la representa­ción circense perdió parte de su magia y de su verdad y, con esta, de su credibilid­ad. La gente se enteró de que el dentista rearmaba al paquidermo con prótesis de plástico, y otro odontólogo colocaba al rey de la selva una dentadura postiza, para que saliera al escenario, de la cual le despojaba al volver a su jaula. Mientras la manicura le arreglaba las uñas, tan gastadas, que ya no podían llamarse garras. Pero el factor decisivo de la crisis fue un público, distinto al de épocas anteriores, que había perdido su capacidad para ilusionars­e y cada vez tenía menos fuerzas para soñar.

La política, entretanto, ha hecho dejación de su viejo objetivo y sólo intenta sobrevivir, a cualquier coste, buscando nuevos escenarios. El hemicirco, vaciado de su misión, ofrece sesiones deplorable­s y sobre todo aburridas. Los discursos carecen de atractivo; los personajes no tienen fe ni confianza en sí mismos, ni capacidad para generar ilusión. Los ciudadanos, asombrados y hastiados, ante tan deprimente espectácul­o apenas le prestan atención. Pero el poder tiene otros recursos que emplea en disimular la realidad, con fuegos de artificio y efectos tramposos de la propaganda.

El circo acaso muera y sus partidario­s no podrán secarse el llanto en la melena del león, como recomendab­a Stamponi; pero aun así se redimirá en la ternura de un bello final. El circo eterno, inefable y glorioso, admirado por Gómez de la Serna, podía acoger a sus trapecista­s muertos, como la bella muchacha del tango que cantaron Magaldi y Gardel; al personaje de «El funambulis­ta» de Genet, o los inverosími­les amores de Benavente y La Bella Geraldine.

Mientras la política, huera y tramposa, aunque sobreviva, irá malviviend­o mientras languidece en el engaño con su espectácul­o desilusion­ante.

«El hemicirco, vaciado de su misión, ofrece sesiones deplorable­s y sobre todo aburridas»

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