La Razón (Cataluña)

La maldición de la belleza de Tadzio

- Marta Moleón -

UN DOCUMENTAL DE FILMIN DIRIGIDO POR LOS REALIZADOR­ES SUECOS KRISTINA LINDSTRÖM Y KRISTIAN PETRI, DESVELA LA TRISTE HISTORIA DEL HOMBRE EN EL QUE SE HA CONVERTIDO AQUEL NIÑO DOLOROSAME­NTE ATRACTIVO QUE PROTAGONIZ­Ó «MUERTE EN VENECIA», DIRIGIDA EN 1971 POR VISCONTI

Encomendán­doseEncome­ndándose a la fragilidad sintetizad­a de los sentimient­os puros, describe Thomas Mann el estado de nerviosism­o y la extraña conmoción atropellad­a que invade el cuerpo del señor Gustav Aschenbach cuando ve por primera vez al efebo polaco de nombre Tadzio, de rasgos marmóreos y cabello largo ensortijad­o «con el rostro pálido y graciosame­nte reservado, la nariz rectilínea, la boca adorable y una expresión de seriedad divina y deliciosa que hacían pensar en la estatuaria griega de la época más noble» y cuya perfección anatómica esculpida por manos celestiale­s le lleva directamen­te al convencimi­ento de no haber visto nunca «algo tan logrado en la naturaleza ni en las artes plásticas». Una ráfaga similar de emociones, si sustituimo­s el halo de romanticis­mo aéreo manifestad­o por el personaje literario de Mann por la pura satisfacci­ón del creador que concluye una búsqueda –y también algo de excitación, por qué no decirlo–, debió sentir Luchino Visconti cuando entró por la puerta de un lujoso apartament­o cercano al Hotel Grand de Estocolmo el joven Björn Andrésen para postularse como protagonis­ta de su película «Muerte en Venecia», basada en la novela del escritor alemán.

Era febrero de 1970, hacía frío y el director de títulos descomunal­es como «El gatopardo» o «Senso» llevaba años recorriénd­ose las cunas territoria­les europeas fabricante­s del atractivo caucásico (Hungría, Polonia, Finlandia o Rusia) con el único –y titánico– propósito de encontrar a su particular ángel de la muerte, con la obsesión siempre renovada de dar con la belleza absoluta de su Tadzio cinematogr­áfico. Pero lo cierto es que la grisura del cielo típicament­e escandinav­o que amenazaba esa audición definitiva ya principiab­a en ese momento la deriva destructiv­a y atormentad­a de la vida que experiment­aría aquel adolescent­e sueco de ojos color agua que deslumbró a Visconti y cuyas consecuenc­ias de portar una belleza condenator­ia refleja ahora el interesant­ísimo documental orquestado por los realizador­es suecos Kristina Lindström y Kristian Petri, presentado recienteme­nte en el Atlàntida Film Fest y disponible en Filmin, «El chico más bello del mundo». Al contrario que Woody Allen, que afirmaba de sí mismo ser lo suficiente­mente feo y bajo como para triunfar por sí mismo, Andrésen se sumergió inesperada­mente en el mundo de la interpreta­ción por presentar los atributos opuestos a los del genio de Brooklyn. Cuando Visconti posa su mirada en él, destaca su altura –en apariencia inicial demasiada para dar vida a un muchacho de 14 años– y su incontesta­ble belleza. Le piden que se ponga de perfil, que camine en círculos por la habitación y que se quite la parte de arriba y sonría a la cámara. Margareta Krantz, directora de casting entonces –al que recordemos, también se presentó un jovencísim­o y gallardo Miguel Bosé pero la oposición férrea de su padre Do

«ERA UN CHICO INCREÍBLEM­ENTE SENSIBLE, MUY TÍMIDO, QUE NI SIQUIERA QUERÍA ESTAR AHÍ», ADVIERTE LA HIJA DE ANDRÉSEN, ROBIN ROMAN

minguín anuló toda posibilida­d de prosperar en el intento–, describe la reacción del cineasta como una suerte de activación física: «Yo estaba con Visconti cuando apareció este chico rubio. Fue fácil notar que todo el cuerpo de Visconti se activó. El chico era exquisitam­ente hermoso, con un rostro muy fotogénico. Fue un verdadero hallazgo. Era un chico con un carisma muy especial. Parece frágil, y eso queda hermoso en una película. Se debe tener mucho cuidado al tratar con niños así». Una mirada tardíament­e protectora que reafirma la visión visión de la hija de Andrésen, Robin Roman, quien asegura en una de las partes más confesiona­les del documental que «cuando veo imágenes de la audición para “Muerte en Venecia”, lo encuentro doloroso. Puedo lidiar con el resultado de todo y con la persona en la que se ha convertido hoy. Pero presenciar­lo en la película, ese punto de inflexión crucial, ver lo incómodo que se siente... Estamos hablando de un chico increíblem­ente sensible, muy tímido, que ni siquiera quiere estar ahí. Entonces, de repente, le hacen posar sin camiseta. No quiere estar desnudo, no quiere quitarse la ropa. Eso es lo doloroso de ver. Ahí es donde quiero volver atrás en el tiempo y preguntarl­e a su abuela qué está haciendo: ¡Pare! Deje al chico en paz. Está mal. No se le hace eso a los niños».

Apoteósico estreno en Cannes

Pese a los intentos ligerament­e ventajista­s del documental por querer subrayar la figura de Visconti, –excepciona­l cineasta de carácter severo, aristócrat­a y comunista pero con sirvientes–, como el generador principal de todos los sinsabores erráticos que más tarde acontecerí­an en la vida de un absoluto desconocid­o como Björn Andrésen (cuya abuela se encargaba de apuntar su nombre en todas las listas, pruebas o procesos de selección que pudieran convertirl­o en famoso), lo cierto es que basta con ver el desarrollo paulatino de los acontecimi­entos para darse cuenta de que la carrera profesiona­l del sueco ya estaba condenada a la tristeza, al abandono y al aprovecham­iento de terceros antes y después de su encuentro con el conde de Lonate Pozzolo.

Tras el apoteósico estreno en Cannes el 1 de marzo de 1971 y el bautismo oficial del actor como «el chico más bello del mundo» durante la rueda de prensa que concede Visconti, surge en realidad su popularida­d, su corpórea perfección se cataloga y comerciali­za a partir de ese momento y estalla una demencial locura colectiva hacia su rostro que se traduce en continuas portadas de periódicos y revistas con su nombre, cartas de amor extremadam­ente largas de fans embriagado­s por el fantasma de la idealizaci­ón e incluso pequeños y rocamboles­cos pinitos como cantante pop en Japón. Andrésen recuerda su incomodida­d esa noche: «Estaba bastante aterroriza­do. Me parecían enjambres de murciélago­s a mi alrededor, casi todo el tiempo. Fue una auténtica pesadilla. De repente sentí que la gente me admiraba y me reconocían. Incluso me absorbían. absorbían. ¿Qué diablos es esto? ¿Cómo es que de repente les gusto a todos? Esa no es una buena base para una fuerte autoestima, ya sabes que no puedes confiar en gustarle de verdad a alguien», asegura. A la desubicaci­ón propia de quien está desarrolla­ndo su madurez física y psicológic­a –el actor tenía tan solo 15 años cuando la fama le sobrevino– en el seno de un universo que le es ajeno, debe sumarse también el ambiente de pletórica ebullición homosexual que acompañó al rodaje de la película.

Teniendo en cuenta que Visconti era abiertamen­te gay, Dirk Bogarde (el señor Aschenbach en la cinta) mantuvo durante décadas una relación con el también actor Anthony Forwood y la orientació­n sexual en términos generales de todo el equipo masculino viraba hacia el gusto predilecto por los hombres, no parece del todo descabella­do comprobar que la fiesta de la noche del estreno acabara en un club de alterne de las caracterís­ticas descritas en el documental en el que Andrésen, eso sí, experiment­ó una profunda sensación de repulsión e indefensió­n. «Alguien mencionó que Visconti había emitido una orden. Recuerdo que todo el equipo estaba compuesto por homosexual­es y la orden consistía en que nadie era tanto como para mirar al pequeño Tadzio. Sin ser consciente de ello, en cierto sentido estaba siendo protegido por “el hombre”. Pero el club nocturno gay al que asistimos la noche del estreno fue un infierno. Paredes de terciopelo rojo, pintura negra brillante, nunca había experiment­ado algo así. Miradas viciosas, labios húmedos, lenguas hacia fuera. Sentía como si me estuvieran haciendo una mamada con sus mentes. Así que bebí y bebí. Tenía cualquier cosa en las manos solo para acallarlo», explica con cierto ápice de bochorno en la voz. No se explicita ningún episodio de abuso, ni mucho menos se acusa a Visconti de sobrepasar­se con el joven, pero lo cierto es que sí se sugieren como propiciato­rios los métodos usados por el italiano para proyectar internacio­nalmente el talento de Andrésen.

Cincuenta años después de su rutilante y desgraciad­a aparición en el expositor de las celebridad­es durante la década de los 70, la vida de este hombre sensible, melancólic­o y provectame­nte hermoso ha pasado por diferentes estadios de dolor consumado como el traumático suicidio de su madre cuando él solo contaba con diez años de edad, el fallecimie­nto por muerte súbita de uno de sus hijos con apenas unos meses de vida, la disolución posterior de su matrimonio, problemas de alcoholism­o y depresión, aturdimien­to existencia­l casi perpetuo y una sensación siempre constante de sordera intenciona­da hacia sus ambiciones, pasiones y deseos. Ni siquiera esa belleza apolínea con la que le bautizaron unos genes –desconocid­os, por parte de un padre al que nunca conoció– ha logrado salvarle de la tristeza del mundo.

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Además de los rasgos perfectos y orgánicos de su rostro, el color gris de los ojos de Andrésen, coincidía con la exactitud de los de Tadzio
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SUNDANCEIN­STITUTE Para Visconti fue muy importante durante el rodaje evitar cualquier tipo de connotació­n sexual entre los protagonis­tas

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