La Razón (Cataluña)

Un castillo en el aire

- Geoffrey Hayes Geoffrey Hayes es profesor de Historia de la Universida­d de Waterloo (Canadá)

Durante las últimas dos décadas, hubo dos Afganistan­es: el real y el imaginario. El verdadero Afganistán es un vasto país imponente de montañas y desiertos. La mayoría de sus habitantes son desesperad­amente pobres y encuentran seguridad en su fe musulmana y sus numerosas identidade­s tribales. Las fronteras significan mucho en este país sin litoral. Alrededor del 10% de la población es musulmana suní, pero con vínculos con Irán en el oeste. Una frontera de 2.600 kilómetros al sur y al este divide Pakistán de Afganistán. Esa frontera atraviesa el hogar del grupo étnico más grande de Afganistán, los pastunes. Al norte se encuentran Turkmenist­án, Uzbekistán y Tayikistán. Un estrecho brazo de tierra llega incluso a la frontera con China en el noreste.

Pocos estudiosos occidental­es tienen un conocimien­to profundo del verdadero Afganistán, su diversidad y complejida­d. Los afganos pueden estar divididos por religión, idioma y origen étnico, pero durante mucho tiempo han resistido las incursione­s extranjera­s. Después de tres años desastroso­s en Afganistán, los británicos se retiraron humillados en 1842. Los rusos lo invadieron en 1980 y se quedaron casi una década, dejando poco más que equipo militar oxidado y una extraña arquitectu­ra de la época de la Guerra Fría en las afueras de Kabul. Una serie de señores de la guerra afganos ayudaron a expulsar a los rusos, pero siguió una guerra civil mortal. Prometiend­o seguridad bajo su dura lectura de la ley islámica, los talibanes llegaron al poder en 1996. Duraron hasta principios de 2002, cuando una coalición liderada por EE UU los expulsó.

Un Afganistán imaginario surgió de la realidad de que EE UU necesitaba aliados que quisieran hacer más que matar a los talibanes. Surgió un plan para crear un país más democrátic­o, seguro y próspero. En 2004 se promulgó una nueva Constituci­ón. Entonces existía la esperanza de que Occidente pudiera ayudar a construir «pilares» de seguridad para reformar y capacitar al Ejército, la Policía y el Poder Judicial afganos. Las milicias afganas iban a ser desmoviliz­adas. Enormes esfuerzos buscaron alternativ­as a la amapola, una de las pocas plantas que pueden crecer en un país cada vez más afectado por la sequía. Surgió un Ministerio de Asuntos de la Mujer para mejorar la situación de las mujeres y niñas afganas.

En retrospect­iva, es fácil concluir que estos esfuerzos estaban destinados al fracaso. Pero hace 17 años, el objetivo de unir el Afganistán real y el imaginario parecía muy cercano. Pero las realidades básicas del verdadero Afganistán pronto socavaron estos esfuerzos. Los talibanes no habían desapareci­do; muchos se habían deslizado a través de la larga frontera con Pakistán. Aún más talibanes fueron entrenados en madrazas paquistaní­es. Su número en el sur de Afganistán creció dramáticam­ente después de 2004.

El Afganistán imaginario se desvaneció por completo los últimos meses. Los informes estadounid­enses de la semana pasada anticiparo­n que las fuerzas de seguridad afganas podrían retener Kabul durante tres meses. A pesar del entrenamie­nto de los militares occidental­es, el Ejército afgano colapsó. La capital cayó el día 15. Quizás la misión fallida no muestre más que los excesos de la arrogancia occidental. Simpatizo con los veteranos y las familias de los muertos que preguntan si sus esfuerzos y sus vidas valieron la pena. Pero los propios afganos han soportado el mayor costo. Unos 241.000 personas han muerto en la zona de guerra de Afganistán y Pakistán. Más de 71.000 eran civiles. Todas estas muertes son el legado más perdurable de la misión de Afganistán. Los afganos todavía necesitan nuestra ayuda.

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