Los ministros informarán al Congreso en lugar de Sánchez
Los fundamentalistas tejieron discretamente durante meses alianzas con líderes de clanes y mandos del Ejército afgano para su asalto final al poder
El presidente del Gobierno compareció ayer con Ursula von der Leyen y Charles Michel, en la base de Torrejón, para mandar un mensaje contundente de unidad y solidaridad europeos a los afganos. Sánchez no informará sobre la crisis en el Congreso, sino que lo harán miembros del Gobierno.
Una semana después de la entrada –sin prácticamente apretar un gatillo– de los talibanes en Kabul, hito que sellaba la recuperación del poder en Afganistán veinte años después de ser derrotados por las fuerzas de Estados Unidos y la OTAN, la sorprendente e inesperada sorpresa integrista –la Inteligencia estadounidense seguía hablando de meses de resistencia en la misma víspera de la caída de la capital– empieza a serlo un poco menos. La conquista de la mitad de las capitales provinciales afganas en apenas una semana no debe confundir: fue la guinda al pastel de un éxito talibán que se fue fraguando durante bastante tiempo. Años.
El avance del grupo fundamentalista –que gobernó Afganistán entre 1996 y 2001– no puede entenderse sin los acuerdos tejidos por sus representantes con mandos del Ejército afgano, funcionarios locales, gobernadores o meros soldados rasos durante los últimos meses. Los talibanes fueron ofreciendo dinero a cambio de armas, equipamiento militar e información estratégica, como reconocen fuentes estadounidenses. El primer paso antes de la capitulación. Un trabajo astuto y paciente.
Porque lo cierto es que para muchos soldados afganos la única lealtad a las fuerzas armadas estatales pasaba por percibir un salario, casi siempre escaso. Y un privilegio cada vez más raro, porque una parte del Ejército dejó de cobrar desde que es Kabul y no el Pentágono el encargado de pagar las nóminas. En suma, terreno fértil para los talibanes. «Durante años, no fue ningún secreto que las fuerzas armadas y de seguridad afganas fueron llegando a acuerdos con su supuesto enemigo», recuerda la investigadora del Centro para Seguridad, Estrategia y Tecnología en el programa de Política Exterior de Brookings Institution en un artículo en la revista «Foreign Affairs». «Yo creo que la sensación de rapidez la ha tenido la opinión pública en las últimas dos semanas, pero quienes hemos estado sobre el terreno veíamos venir la situación desde 2019. Los talibanes lo tenían todo muy amarrado; no han tenido prácticamente resistencia», afirma a LA RAZÓN el director general de la consultora de riesgos globales Ack3 Global Solutions Jorge Quintana. El militar, destinado en el pasado en Afganistán, los Balcanes o Irak con las fuerzas especiales españolas, va más allá: «En gran parte estaba todo pactado entre los talibanes, el Gobierno afgano y Estados Unidos. Las compañías de seguridad privada, inteligencia y contratistas llevaban sacando personal desde hace tres meses». Un hecho que confirma el cinismo de las fuerzas occidentales –empezando por las estadounidenses, a las que Afganistán ha costado 2.400 vidas y un billón de dólares– en sus pronósticos o su incompetencia. O las dos cosas a la vez.
Por otra parte, una gran volumen de los recursos económicos que los talibanes emplean para comprar armas y voluntades procede del tráfico del opio y la heroína en Afganistán. El 80% de la producción mundial de ambos narcóticos está en el país de Asia Central. Con todo, los gobiernos de las potencias internacionales –incluido Estados Unidos– suelen soslayar el problema en sus análisis. Otro error estratégico.
El patrón del pacto y la capitu
lación comenzó a forjarse en zonas rurales y fue reproduciéndose en las capitales provinciales. Así, una tras otra, tras negociaciones entre líderes tribales y los talibanes fueron cayendo ciudades y provincias enteras. Sobre el papel había dos bandos desiguales en cifras: más de 300.000 miembros entre Ejército y Policía afganos frente a apenas 75.000 combatientes talibanes, según aseveró el propio presidente Biden. Aunque los especialistas dudan ahora incluso de las cifras y creen que los afganos inflaron siempre los números. En cualquier caso, no hizo falta que los dos bandos de la supuesta guerra civil se midieran en el frente.
Para muchos otros soldados, la derrota fue, finalmente, una cuestiónpsicológica .« Los componentes de una victoria militar son la libertad de acción, la capacidad de ejecución y la voluntad de vencer, que vale por dos», sintetiza Quintana. El militar español subraya que los afganos «perdieron la moral por el mazazo recibido con las negociaciones con los talibanes en Qatar y la retirada estadounidense».
Para aquellos aún decididos en plantar cara a los talibanes, el problema se hallaba en sus propios mandos, quienes frecuentemente les disuadían de atacar a las milicias fundamentalistas. En esos casos no les quedaba otra opción que la huida. Y tratar de salvar la vida. Sin más exigencia moral que expulsar a las tropas extranjeras para lograr el poder y espoleados por la visión de una victoria cercana y el ideal religioso, los fundamentalistas no tienen reparo alguno en reclutar a hombres sin preparación ni experiencia en la batalla. Les basta con entrar en una localidad y obligar a jóvenes a empuñar un fusil y unirse a ellos. Una capacidad de movilización imposible para el Ejército regular y una sensación de eficacia –igualmente practicada al impartir justicia- que no pasó nunca desapercibida para los afganos. Generalizada en toda la administración y no exclusiva del Ejército y la Policía, la corrupción ha tenido también mucho que ver en el derrumbe del Estado. Conforme se producía la retirada estadounidense de Afganistán, la élite política afgana –cada vez menos obligada a rendir cuentas– se dedicaba al simple expolio de recursos públicos y a la defensa de sus redes de intereses. El primero el presidente Ashraf Ghani.