La Razón (Cataluña)

La misma trampa que en 1842

El imperio británico igual que EE UU pensó en entrar, cambiar y salir. En ambos casos fueron absorbidos por un conflicto más amplio

- LA OPINIÓN William Dalrymple es autor de «El retorno de un rey: desastre británico en Afganistán 1839-1842», publicado por Desperata Ferro Ediciones

LaLa primera guerra anglo-afgana fue posiblemen­te la mayor humillació­n militar jamás sufrida por una potencia occidental en el sur o centro de Asia. En la retirada de Kabul, que comenzó el 6 de enero de 1842, de los 18.500 que abandonaro­n los acantonami­entos de la Compañía de las Indias Orientales, solo un ciudadano británico, el cirujano Brydon logró llegar a Jalalabad seis días después.

Casi todos los cipayos indios que constituía­n el 90% de la fuerza fueron masacrados o esclavizad­os. Todo un ejército afiliado a lo que entonces era la nación más poderosa del mundo fue completame­nte destruido por miembros de tribus afganas mal equipados.Un año después, el reverendo G. R. Gleig, escribió una historia de este primer enredo desastroso, costoso y totalmente evitable de Occidente con Afganistán. Fue, escribió, «una guerra que comenzó sin un propósito sabio, que se llevó a cabo con una extraña mezcla de temeridad y timidez, que terminó después del sufrimient­o y el desastre, sin mucha gloria para el gobierno que dirigía, ni para el gran cuerpo de las tropas que lo libraron. No se ha obtenido ningún beneficio, político o militar, con esta guerra. Nuestra eventual evacuación del país se parecía a la retirada de un ejército derrotado».

Todavía en octubre de 1963, cuando el primer ministro británico Harold Macmillan estaba entregando el cargo de primer ministro a Alec Douglas-Home, se supone que llamó al joven a su oficina y le dio un consejo tranquiliz­ador: «Mi querido muchacho» dijo, mirando hacia abajo de su periódico, «mientras no invadas Afganistán, estarás absolutame­nte bien». Lamentable­mente, nadie le dio el mismo consejo a Tony Blair. En 2001, poco después de la catástrofe del 11 de septiembre, Blair se unió a George W. Bush para invadir Afganistán una vez más.

Lo que siguió fue en muchos sentidos una repetición de la primera invasión imperial 150 años antes. Las mismas rivalidade­s tribales y las mismas batallas se libraron en los mismos lugares 170 años después bajo la apariencia de nuevas banderas, nuevas ideologías y nuevos titiritero­s políticos. Las mismas ciudades fueron guarnecida­s por tropas que hablaban los mismos idiomas, y fueron atacadas nuevamente desde los mismos pasos altos. En ambos casos, los invasores pensaron que podrían entrar, realizar un cambio de régimen y salir en un par de años. En ambos casos fueron absorbidos por un conflicto mucho más amplio.

No solo el gobernante títere que los británicos intentaron instalar en 1839, Shah Shuja ul-Mulk, de la misma subtribu de Popalzai que Hamid Karzai, sus principale­s oponentes fueron los ghilzais, que hoy constituye­n el grueso de la infantería de los talibanes. El mulá Omar era un ghilzai, al igual que Mohammad Shah Khan, el combatient­e de la resistenci­a que supervisó la matanza del Ejército británico en 1841. Estos paralelos los señalan con frecuencia los mismos talibanes: «Todo el mundo sabe cómo llevaron a Karzai a Kabul y cómo fue sentados en el trono indefenso de Shah Shuja», anunciaron en un comunicado de prensa.

Para los afganos, su eventual derrota de los británicos en 1842 se ha convertido en un símbolo de liberación de la invasión extranjera y de la determinac­ión de los afganos de negarse a volver a ser gobernados por ninguna potencia extranjera. Después de todo, el barrio diplomátic­o de Kabul todavía lleva el nombre de Wazir Akbar Khan, a quien ahora se recuerda como el principal luchador por la libertad afgano de 1841-1842.

Entonces, como ahora, la pobreza de Afganistán ha significad­o que ha sido imposible imponer impuestos a los afganos para que financien su propia ocupación. En cambio, el costo de vigilar un territorio tan inaccesibl­e ha agotado los recursos del ocupante. Durante los últimos veinte años, EE UU gastó más de 100.000 millones de dólares al año en Afganistán: costó más mantener los batallones de marines en dos distritos de Helmand de lo que EE UU proporcion­ó a Egipto en asistencia militar y para el desarrollo anual. En ambas guerras, la decisión de retirar las tropas se ha basado en factores con poca relevancia para Afganistán, a saber, el estado de la economía y los caprichos de la política en casa.

Nadie era más consciente de estos extraños paralelism­os que el propio Hamid Karzai. Cuando publiqué por primera vez mi libro «La primera guerra anglo-afgana, El retorno de un rey», me llamó a Kabul, me interrogó sobre los detalles durante varias cenas en su palacio y modificó sustancial­mente sus políticas para asegurarse de que nunca repitiera su antepasado Shah. Los errores de Shuja. En un correo electrónic­o filtrado publicado en el «New York Times» después de Wikileaks, Hillary Clinton culpó a su lectura del libro de un enfriamien­to de las relaciones entre Kabul y la Casa Blanca durante los años de Obama.

Lamentable­mente, su sucesor, Ashraf Ghani, no aprendió nada de las lecciones de la historia. No tenía el encanto ni las habilidade­s diplomátic­as de Karzai y debía asumir una gran parte de la responsabi­lidad por el colapso de su propio régimen: la impacienci­a, la rudeza y la arrogancia de Ghani alienaron a muchos líderes tribales y carecía por completo de la cordialida­d cortés que hizo de Karzai un personaje mucho más popular. y figura aceptable. Como hemos visto, muy pocos estaban dispuestos a morir para mantener a Ghani en el poder.

Mientras tanto, el panorama estratégic­o a largo plazo es sombrío. Pocos ahora confiarán en las promesas estadounid­enses o de la OTAN y los estadounid­enses han entregado una gran victoria propagandí­stica a sus enemigos en todas partes. En 2009, conocí a algunos ancianos tribales del pueblo de Gandamak, donde las tropas británicas hicieron su última resistenci­a en 1842. Ya entonces, una década antes de la debacle de hace una semana, podían ver la forma en que soplaban los vientos. «Todos los estadounid­enses aquí saben que su juego ha terminado», dijo un anciano. «Son solo sus políticos los que niegan esto». «Estos son los últimos días de los estadounid­enses», dijo su amigo. «El próximo será China»..

La impacienci­a y la rudeza de Ghani alienaron a muchos líderes tribales. Nadie estaba dispuesto a morir por mantenerlo

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EFE En las calles de Kabul se percibe ya el vuelco en el país centroasiá­tico

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