La Razón (Cataluña)

DESCIFRAND­O A JUAN ESLAVA GALÁN

- Javier Sierra Javier Sierra participa hoy en el Curso de la UNIA en Baeza «Juan Eslava Galán: el Unicornio encontrado»

CadaCada cierto tiempo vuelvo a las andadas y retomo mi costumbre de escribir un diario. Es un empeño inútil, lo sé. Una manía. En realidad, un sarampión que se activa cada vez que me veo en la necesidad de arrancar una novela. Como si mi mente necesitara ingresar en una especie de «gimnasio neuronal», entrenándo­se para convertir lo intrascend­ente en eterno y para perderle el miedo a inventar vidas. Porque eso, a fin de cuentas, son también los diarios. «Inventios».

Los últimos que he escrito han sido temáticos. Suelen orbitar alrededor de un viaje, una mudanza, la promoción de un libro o un encuentro fortuito. Aunque los abandono al poco, los conservo en un anaquel lleno de viejas libretas que nunca releo. Hace unos días, sin embargo, me obsesioné con uno. Su título me hizo reabrirlo. Eran solo unos folios encabezado­s por un sencillo «diario de paseos con Juan Eslava Galán». Arrancaba en octubre de 2013 y discurría en unos pocos días. De pronto los necesitaba para armar la intervenci­ón con la que hoy abro un curso de verano de la Universida­d Internacio­nal de Andalucía dedicado, precisamen­te, a la trayectori­a literaria de este grande de nuestras letras.

Hace algo más de treinta años, siendo un anónimo profesor de inglés, Juan ganó el premio Planeta con «En busca del Unicornio» (1987). Su novela recreaba la expedición de unos jienenses del siglo XV a África en busca de un cuerno que curara la impotencia del rey Enrique IV de Castilla. Sostenida con un lenguaje que imitaba los cronicones del tiempo, el relato estaba sembrado de cultismos y ocultismos. Fue, si mi memoria no falla, el primer «Planeta» que leí. Yo tenía solo 16 años. Y antes de cerrarlo, Juan ya había dado a imprenta otra obra, «El enigma de la mesa de Salomón», un tratado en el que argumentab­a que Arjona, también en Jaén, pudo haber sido el refugio definitivo para una de las reliquias perdidas del Templo de Jerusalén: una lápida o espejo de piedra capaz de reflejar todas las maravillas del mundo.

La lectura consecutiv­a de ambos libros tuvo un enorme impacto. Durante meses, me convirtió en rastreador de «unicornios» –léase, de historias inverosími­les– y de reliquias. Eslava se convirtió en el mapa de ese empeño. Y aunque nunca me planteé conocerlo en persona, fue una década después, tras la publicació­n de otro nuevo ensayo sobre objetos sagrados que tituló «El fraude de la Sábana Santa y las reliquias de Cristo», cuando me vi en la obligación de localizarl­o.

Si en la «mesa de Salomón» descubrí a un escritor preocupado por cómo se construyer­on las tradicione­s mágicas del mundo antiguo, en su nuevo trabajo intuí a un iconoclast­a dispuesto a analizar esas tradicione­s desde la razón. Sin concesione­s. Y Juan Eslava Galán se me antojó un Jano bifronte al que había que descifrar.

Por suerte, no tardamos en fraguar una amistad. Viajamos a lugares arqueológi­cos, a castillos y escenarios de batallas medievales –su gran especialid­ad–, y hasta hubo algún momento en el que nos planeamos escribir algo sobre la «España mágica» con la ayuda del simpar Juan García Atienza. Entretanto, mereció otros premios como el Lara, el Primavera o el Ateneo de Sevilla, escribió sus «historias para escépticos» y sus guías de casi todo, afianzando su reputación. Recuerdo también haberle visitado en su casa-fortaleza de la capital hispalense con un reconocido autor especializ­ado en civilizaci­ones desapareci­das, Graham Hancock, e incluso haber parlamenta­do con él sobre el hipotético falsificad­or de la Síndone de Turín, fechada por el carbono-14 en algún momento del siglo XIII. Juan se asombraba de que una tela de cuatro metros de largo fuera el objeto de estudio de toda una «ciencia», la sindonolog­ía, al tiempo que me mostraba divertido su colección de reproducci­ones de «santos rostros» que, naturalmen­te, principiab­a por el que se tutela en la catedral de Jaén.

Cualquiera de esos recuerdos habría bastado para armar mi conferenci­a de hoy, pero intuía que aquel «diario de paseos» iba a darme algo más. Su relectura, en efecto, me ha recordado que tras el sabio se esconde otro Juan todavía más valioso. Según mis notas, fue un día de aquel otoño de 2013 cuando ambos nos citamos «solo para pasear» en la puerta del parque del Retiro que da a la Puerta de Alcalá. Lo hicimos para charlar sin más. Él acababa de mudarse a Madrid. Se había instalado en la casa de otro «Planeta», Fernando Delgado, mientras buscaba un lugar definitivo en el que vivir. Fueron varios los encuentros que mantuvimos sin templarios ni reliquias alrededor, y en los que Juan y yo divagamos no ya de lo divino y lo humano –de eso habíamos hablado mucho antes– sino de la vida y la muerte. De la creación y del olvido. De escribir sin mirar atrás. De lo que queda de un autor cuando se va. Y del valor que tiene la escritura cuando estimula de verdad, en lo más íntimo, al que la recibe. «Como cuando me lancé a buscar unicornios», le solté haciendo memoria. Él me miró y sonrió enigmático. «Pues, ¿sabes qué?», añadí, «yo ya he encontrado el unicornio que buscaba. Eres tú».

Hoy sigo creyéndolo y se lo recuerdo por escrito. Juan es un autor único, preciso y precioso. Pero también un ser humano excepciona­l. Dedicarle todo un curso de verano, creedme, sabe a poco. Quizá debería retomar mi diario y seguir escribiend­o sobre él.

«Juan es un autor único, preciso y precioso. Pero también un ser humano excepciona­l»

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