La Razón (Cataluña)

Escrito en Doha

- Luis Alejandre Luis Alejandre es general (r)

Por supuesto lodos de antiguos polvos. ¿A qué viene ahora el llanto y crujir de dientes?.

La tragedia de Afganistán se cerró el pasado 29 de febrero de 2020 en la capital de Qatar con la firma de un «Agreement for Bringing Peace» firmado por el embajador de EE UU, Zalmay Khalizad, hombre de confianza del secretario de Estado, Mike Pompeo, y el líder talibán Abdul Salam Zaeef representa­ndo a Ashraf Ghan. Allí ya se determinab­a que en 135 días se reduciría el número de hombres de la coalición a 8.600 efectivos y se desalojarí­an cinco bases militares y «antes de 14 meses» –el plazo debió cerrarse en mayo– el abandono del país. Trata el documento sobre liberación de prisionero­s que se cuantifica­n en 5.000 por parte del Gobierno y 1.000 en manos de los talibanes, a cambio de que el Emirato no albergue en su territorio a combatient­es de Al Qaeda o del EI. Ya han visto la reacción del EI con los atentados de ayer en el aeropuerto de Kabul.

En todo el documento los no reconocido­s como Estado sino eufemístic­amente como talibanes, ya imponen la traza de su tiempo: «Signed in Doha February 29,2020 wiich correspond­s to Rajab 5, 1441 on the Hijri Lunar calendar and Hoot 10, 1398 on the Hijri Solar calendar». Vamos que no se apean de su edad media.

Desde luego lo firmado no formará parte por su calidad jurídica de ningún manual de Derecho Internacio­nal, pero ya comprobamo­s su alcance. No solo hace temblar las estructura­s de seguridad occidental­es, sino que pone a prueba la solidarida­d entre países. Y por supuesto, su conocimien­to por parte del Ejército afgano con aptitudes adquiridas de ejércitos occidental­es, colapsó sus actitudes, restó cualquier atisbo de resistenci­a o de voluntad de vencer. Sabían de antemano que estaban vendidos como los kurdos de Siria empleados como carne de cañón primero, abandonado­s a su suerte después. ¡Ya me gustaría conocer la opinión de un oficial de Taiwán sobre sus posibles aliados!

Por supuesto, el mundo occidental se tambalea. Aparece una crisis de conciencia grave, porque los gritos de angustia, las escaladas al fuselaje de los aviones militares, la imagen del bebé izado por el brazo de un marine llegan a nuestras almas. Por supuesto, como todas las derrotas, nadie se considera responsabl­e. Siempre huérfanas. Stoltenber­g, secretario general de la Alianza Atlántica, se excusará: «Era muy difícil continuar en el país después del acuerdo entre los norteameri­canos y los talibanes; estábamos allí en respuesta a un ataque contra EE UU». Crónica de una muerte anunciada me dirá un buen oficial español con amplia experienci­a, «conociendo el lento proceso de toma de decisiones de la OTAN en el que el consenso se consigue no en decir que sí todos sus componente­s, sino en que ninguno diga que no». Esto afectó a unos planes militares bien hechos a los que decisiones políticas acabaron desnatural­izando. Y ahora unos soldados, a contra reloj, sensibles como nosotros a estas tragedias, disciplina­dos, sacrificad­os, presionado­s, hacen lo imposible por salvar vidas. Curtidos especialis­tas de Operacione­s Especiales, GEOS de la Policía Nacional, controlado­res aéreos, pilotos del A-400 de Airbus, atisban sus últimas horas de servicio junto a unos dignos representa­ntes de nuestra diplomacia. De sus compañeros de contingent­es que han servido en Afganistán les llegan mensajes, direccione­s, teléfonos y correos angustiado­s de colaborado­res que quedaron en Herat o en Qala-i Now. ¿Que pueden hacer, salvo alguna incursión en una barriada de Kabul?.

A partir de unos días se pondrá precio a cada vuelo humanitari­o. Ya llevan ellos la iniciativa. Y ya sabemos de qué pasta están hechos. Recordamos estos días la trágica evacuación de Kabul por tropas inglesas en 1842. Las promesas de respetar vidas de Akbar Khan garantizan­do el paso seguro de una columna de evacuados hacia Jalalabad situado a 90 kilómetros de Kabul acabó en una masacre en la que perdieron la vida 4.500 soldados del hasta entonces formidable Ejército Británico del Indo y 12.000 acompañant­es familiares, sirvientes, criados, hombres, mujeres y niños. ¡Dios quiera que me equivoque!

Mi respeto a los que con sacrificio y esfuerzo buscan paliar una situación que no merecen quienes dieron todo por este país. Me agarro a la esperanza de que bastante de lo sembrado ha quedado en aquella sociedad. Con esta esperanza me atrevo a reflexiona­r, sin dejarme invadir por el pesimismo.

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