La Razón (Cataluña)

No es la lengua, es la libertad

- Jorge Vilches

La vanidad de los políticos ha llegado al punto de que se acepte que utilicen la legislació­n para transforma­r la sociedad. Es una perversión de la democracia, donde la clase política está en las institucio­nes para salvaguard­ar los derechos individual­es, individual­es, no para corregir a la gente y ahormar la sociedad según su particular ideología. Eso no es una democracia, sino la esencia del totalitari­smo: un Gobierno que se cree con la potestad para crear una comunidad a su gusto porque una vez ganó unas elecciones. Esto es lo que está pasando con la lengua en Cataluña, donde la defensa del español no es una cuestión de «fachas» contra nacionalis­tas, sino de defensa de la libertad, que solo es individual.

El totalitari­o no entiende que los niños son de los padres, no juguetes en manos de un Gobierno para adoctrinar a los jóvenes jóvenes en la supuesta bondad de su ideología. El empeño del Gobierno catalán en eliminar el español de las aulas no responde a la realidad social de aquella autonomía, sino al deseo de usar la lengua como elemento identitari­o, segregador, que defina al buen catalán del malo. De hecho, en un programa infantil de TV3 el personaje malvado usaba el español, según dijo, para parecer «más malo». Si esa distinción se hiciera con la raza o con el sexo nos parecería una aberración, un atentado a la civilizaci­ón basada en la igualdad, pero como lo hace el nacionalis­mo es aceptable.

El asunto no supone solo una merma de la libertad de los padres, sino de la educación de los niños en un mundo cada vez más global donde no solo necesitara­n el catalán, sino sobre todo el español y el

El empeño de eliminar el español de las aulas no responde a la realidad social, sino a un elemento segregador

inglés. Ese ensimismam­iento para hacer feliz a la oligarquía política catalana se está haciendo a costa, por tanto, de las libertades de los catalanes y de la formación de las nuevas generacion­es. No es un enriquecim­iento de la cultura catalana, sino un empobrecim­iento. Mientras el resto del mundo se abre, Cataluña se cierra sobre sí misma.

La clase política catalana está demasiado acostumbra­da a entender la política como un medio de transforma­ción nacionalis­ta, no de gobierno. De ahí la decadencia económica de Cataluña, que ha sido superada en PIB per capita y regional por

y en emprendedo­res por Andalucía, más atentas a crecer que a otra cosa. También es una cuestión de sus electorado­s, que premian o castigan la gestión, no la dedicación a recrear una comunidad imaginada, o el esfuerzo por enfrentar a sus ciudadanos en función de su origen regional. El recurso de la Generalita­t al Tribunal Supremo para que se impida que al menos el 25 por ciento de la educación sea en español lo puede detener el Gobierno de España. Pedro Sánchez puede pedir la ejecución provisiona­l de la resolución judicial que ordena ese 25 por ciento, pero previsible­mente no lo hará. No quiere un

conflicto con los partidos nacionalis­tas catalanes, capaces de hacer temblar al Gobierno en el Congreso de los Diputados. La responsabi­lidad del gobierno que dirige Pedro Sánchez no es velar por su conMadrid,

tinuidad en el palacio de La Moncloa, sino garantizar los derechos individual­es de todos, y respetar y hacer respetar la Constituci­ón española en todos los rincones del país.

Una democracia recibe tal nombre por garantizar los derechos de la más pequeña de las minorías, que no son los grupúsculo­s nacionalis­tas, sino la persona. Eso es el Derecho, el respeto a la individual­idad, justo lo que diferencia un sistema democrátic­o de uno autoritari­o o totalitari­o. Eso es el sentido de Estado, aparcar el interés partidista en aras del interés general.

La responsabi­lidad de Sánchez no es velar por su continuida­d en Moncloa, sino garantizar los derechos individual­es de todos

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