El inventor de la PCR hablaba con alienígenas
Kary Mulis hizo una aportación incalculable a la bioquímica por la que obtuvo el Nobel pero, debido al consumo de LSD que él mismo sintetizaba, decía grandes sandeces
Muchos asociarán la PCR con estos tiempos que nos están tocando vivir, pero no es la primera vez que salta a los medios: otras epidemias hicieron lo suyo para popularizar el término. Es más, si nos separamos de la vida pública y nos atrevemos a entrar en un laboratorio encontraremos que, desde los años 80, la PCR es el pan de cada día. Esta técnica, que no es una prueba en sí misma, se encarga de multiplicar la cantidad de fragmentos de ADN que hay en una muestra, es más, multiplica solo los que a nosotros nos interesa estudiar. Algo así tiene un potencial casi ilimitado, pudiendo utilizarse tanto para pruebas de paternidad como en juicios y todo tipo de experimentos de genética. Es más, el mismo Proyecto Genoma Humano empleó esta técnica para luego «leer» por primera vez el ADN de nuestra especie. En el caso del coronavirus, detecta el SARS-CoV-2 de la misma manera.
Tan sorprendente como su potencial tecnológico es la personalidad del hombre que la inventó. Su nombre era Kary Mullis, nacido en 1944 y fallecido en 2019 de una neumonía. Este bioquímico americano tenía una mente brillante para la bioquímica, aunque, más allá de sus aportaciones a este campo, encarnaba el cliché de genio que, habla más de lo que sus conocimientos pueden refrendar. El bioquímico empezó a sintetizar LSD clandestinamente durante sus prácticas universitarias y acabó desarrollando una profunda afición por los alucinógenos, en los que maceró su cerebro durante décadas. Esto llevó a Mullis a abrazar teorías conspiranoicas, negando el cambio climático o que el SIDA estuviera producido por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH). Pero antes que nada, convendría hacer justicia a la genialidad de su principal invento.
¿Qué tiene de especial la PCR?
Según contaba el propio Mullis, la idea le sobrevino mientras conducía. Un eureka misterioso que dio un nuevo método para leer la información de una cadena de ADN, las piezas comenzaron a juntarse de forma extraña. Cuando quiso darse cuenta, aquella técnica ya no era una secuenciación, sino una forma de multiplicar exponencialmente la información genética de una muestra, la piedra sobre la que se construiría buena parte de la bioquímica moderna.Mullis estaba pensando en la polimerasa, una enzima que se encarga de duplicar la información genética de nuestras células, permitiendo que estas se dividan. Hemos de recordar que cada molécula de ADN está formada por dos cadenas cadenas de información entrelazadas. Cada una dice lo mismo que su pareja, solo que usando letras diferentes. Si las imaginamos paralelas una a la otra y pudiéramos ver las letras en las que se codifica su información, veríamos como frente a una A (molécula de adenina) en una cadena, se encontrará siempre una T en la otra (timina) y frente a una C (citosina) una G (guanina) y viceversa: frente a una T una A y frente a una G una C. Pues bien, a la polimerasa se encarga de tomar una de esas dos hebras y, siguiendo estas sencillas reglas, construirle una pareja a nuestra cadena solitaria. La polimerasa solo necesita calor para que las cadenas de ADN de una muestra se separen y un posterior enfriamiento para empezar a copiarlas. Sin embargo, esto tenía un problema, y es que por lo que hemos dicho hasta ahora, la PCR podría multiplicar cualquier material genético que le venga en gana, pero a nosotros nos interesa la especificidad, que solo amplifique lo que queremos estudiar. Por suerte, la naturaleza también se ha encargado de esto y Mullis lo sabía. Junto con la polimerasa se presentan los cebadores, fragmentos de ADN que coinciden con una secuencia de letras (A, C, T y G) presente en el ADN que queremos estudiar y, a priori, ausente en el resto de los fragmentos que pudiera haber en la muestra. Estos le indican a la polimerasa dónde empezar a copiar y en qué lugar detenerse y, sustituyendo estos cebadores por la secuencia de ADN que queramos, podemos conseguir PCR muy específicas.
Hablar con mapaches
Una vez Mullis resolvió algunos de los problemas que esta técnica presentaba, su popularidad se extendió como la pólvora. Su elegancia y eficacia cautivaron a los profesionales y, no en vano, esta invención le hizo ganar el Premio Nobel de Química en 1993. Sin embargo, también sintió que le servía de salvoconducto para sentar cátedra acerca de cualquier tema sin el menor rubor. Así fue como Mullis se creyó autoridad para negar la existencia del cambio climático o la relación entre el SIDA y el VIH, rechazando la evidencia que tenemos acerca de ambas cosas. Sin embargo, su faceta más excéntrica era otra, pues Mullis creía firmemente que estábamos siendo visitados por extraterrestres. Se declaró simpatizante de la ufología, una pseudociencia tan poco rigurosa como la astrología (de la cual también participó) y relataba algunas de las vivencias que le habían llevado a «abrir su mente» (aparcar el pensamiento racional) en estos temas. De entre ellas hay una que destaca: poco después de aparcar el coche en su casa, el bioquímico encendió su linterna y, a medio camino, vislumbró un tenue brillo por el rabillo del ojo. Provenía de las ramas bajas de un abeto cercano al sendero. Mullis apuntó instintivamente el haz de luz y allí encontró un mapache luminiscente. Por si esto no fuera suficientemente extraño, en ese momento el brillante animal decidió entablar una conversación y, cortésmente le dijo «Buenas tardes, Doctor». Según cuenta el laureado, le devolvió el saludo y siguió con sus quehaceres. El propio Mullis llegó a coquetear con la idea de que aquel mapache parlante podía ser, en realidad una suerte de alienígena y negó terminantemente que ese día estuviera bajo los efectos de alguna droga. Más allá de este disparate, cabe una moraleja mucho más constructiva: la comunidad pudo distinguir sus buenas ideas, precisamente porque daban buenos resultados, palpables e incuestionables, de su charlatanería. Y es que, en ciencia, las buenas ideas terminan abriéndose camino siempre.