La Razón (Cataluña)

Desde Numancia

- Abel Hernández

CadaCada año, a la caída del verano, acostumbro a subir a Numancia, el cerro de nuestra gran epopeya, un lugar mágico, solitario y silencioso por el que segurament­e vagan las almas de nuestros antepasado­s. El agudo viento de la Cebollera arrastra los cardos por el descampado. Suelo unirme a un pequeño grupo de curiosos que recorren con un guía competente y mal pagado sus ruinas, sus antiguas calles, sus aljibes, sus abundantes muelas y la casa celtibéric­a reconstrui­da, con el tejado vegetal. Uno se hace una idea de cómo vivían los pelendones, que no era muy distinto de como vivía yo de niño. Numancia es un monumento al abandono, por desidia y falta de presupuest­o e imaginació­n.

Hace justo un siglo, en 1921, escribió Ortega y Gasset en «El Espectador» uno de sus más memorables ensayos. Cuenta su visita a Numancia acompañado de Pepe Tudela. «El cadáver milenario de Numancia –escribe– yace sobre un cabepor zo de empinadas laderas que impera en un magnífico valle castellano». Desde ese cerro mítico remonta Ortega el vuelo, atraviesa la Historia y recorre las diversas civilizaci­ones hasta desembocar en una crítica despiadada a la actual sociedad urbana. «En su intimidad –sentencia– las almas urbanas viven hoy desmoraliz­adas». O sea, desanimada­s y con pérdida de la conciencia moral. ¿Qué pensaría un siglo después?

Concluye, con su caracterís­tico estilo florido y ampuloso, mostrando envidia la decisión de Pepe Tudela, un intelectua­l muy apreciado por él, de abandonar la capital e irse al campo. Entonces aún no había comenzado el gran éxodo rural ni, mucho menos, apuntaban, como ocurre hoy, movimiento­s de regreso al pueblo. Ortega, desde Numancia, observando el río y los campos a sus pies, siente la necesidad de exaltar la vida rural. Aún no existía el teletrabaj­o, ni el móvil, ni internet, ni siquiera televisión. «Este amigo mío, soriano, Pepe Tudela, –comenta– vuelve a educar su persona en la eterna y fecunda ley del campo. Con vaga desazón de envidia le entreveo que trashuma en los prados serranos, bajo la comba faz de lo azul, detrás de sus merinas, que avanzan dando corcovos por las viejas cañadas de la Mesta, guiadas por los moruecos y los solemnes carneros adalides». ¡Ya ni eso, don José, ya ni eso! La lana está por los suelos, no quedan casi merinas, se acabó la Mesta, las eléctricas invaden el paisaje y están borradas las cañadas de la trashumanc­ia.

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