Adiós al verano
Las lluvias de estos días lo han adelantado, el final del verano, y la naturaleza, siempre sabia, ha corregido de este modo una vez más al calendario.
Son tristes estas fechas, y propensas a la melancolía. Otro verano que se fue, decimos, y despedirnos de él es como decir adiós a un año más de nuestra vida, que muy bien podría contarse así, por veranos. Porque ponemos en ellos las mayores ilusiones, y mucho antes de que lleguen estamos ya haciendo planes para llenar los días, que se nos antojan que van a ser todos luminosos y azules y cargados de emociones. Luego a lo mejor resulta que no es para tanto, pero no por eso nos desengañamos, y cuando llega el siguiente volvemos otra vez a hacer lo mismo.
Por eso piensa uno que el final del año debería hacerse coincidir con el término del verano, pues es ahora cuando realmente parece que nuestra vida cambia y dejamos atrás la vieja y empezamos otra nueva. Nos ajustaríamos así al ritmo de la naturaleza, que se recoge y vuelve a la calma y al reposo; y, descendiendo a la prosa de la existencia, nos acomodaríamos mejor también al discurrir del mundo y sus acontecimientos.
Porque empieza ahora el curso político, que, como ya es costumbre inveterada, se prevé lleno de ruido y lo más parecido a un avispero, empeñados como están dirigentes y opositores en atizar todos los fuegos y escarbar en todas las heridas y llevarse todos los problemas del sufrido ciudadano a su molino electoral.
Sucede lo mismo con el curso escolar, y este sí que supone de verdad un cambio de vida para quienes están en edad de estudiar y estrenan o vuelven a la rutina de las aulas, sobre las que se cierne la sombra de la ley Celaá, otra más, y como todas las que la han precedido, concebida con rémora original, pues se habrá consultado a los pedagogos de turno pero no a los que más saben y entienden de estas cosas, que son los profesores en ejercicio.