La Razón (Cataluña)

Un teléfono

- Cristina López Schlichtin­g

AvecesAvec­es la línea entre la vida y la muerte es exageradam­ente delgada, en particular para el que la cruza. El hombre estaba entonces en todo su vigor, menudo, fibroso, una mezcla cosmopolit­a de sevillano y neoyorquin­o, de capacidad andaluza de improvisac­ión y racionalid­ad. Tal vez por eso tenía a su cargo el sistema de salud de la ciudad de Nueva York, el corazón del mundo. Resultaba extraño que una naturaleza tan nerviosa reaccionas­e con perfecta mesura. En el colegio no habían podido ayudarlo, hasta que una profesora sabia lo dejó deambular entre las mesas de la clase a su libre albedrío, para que canalizase la hiperactiv­idad, que entonces no se llamaba así. En el puesto de emergencia de los bomberos, debajo de la torre gemela contra la que acababa de impactar un avión comercial a la altura del piso90,elmédicobu­scabainúti­lmentelíne­a telefónica móvil para comunicar al Centro Hospitalar­io Bellevue que preparasen todas las camas posibles para los heridos que caían como una lluvia trágica de las ventanas de los rascacielo­s en llamas, ejecutivos que giraban en el abismo como marionetas desarbolad­as y se estrellaba­n contra el asfalto tras un vuelo que parecía interminab­le. El ruido era diferente, según impactasen secamente contra el suelo o, con estrépito, contra la claraboya del techo del Hotel Marriott.

Un señor que pasaba se fijó en los esfuerzos del doctor. Cuando el mundo conocido se derrumba, el ser humano busca instintiva­mente cómo ser útil, se reconstruy­e de inmediato el cordón umbilical con la humanidad, que vuelve a ser un sistema de prójimos. «Venga conmigo, tenemos teléfono fijo en la oficina». El psiquiatra lo siguió obedientem­ente por el dédalo de calles infartadas hasta el Finantial Center. Mientras llamaba al Bellevue, la primera torre se hundió mansamente, una mole descomunal hincando los hocicos en el subsuelo de la gran manzana. No lo hizo verticalme­nte, sino desplománd­ose sobre el puesto de bomberos de enfrente, que desapareci­ó para siempre. Siete minutos más tarde, el doctor Luis Rojas-Marcos supo que todos los que habían estado allí con él habían muerto. Era 11 de septiembre en Nueva York, hace 20 años.

«Cuando el mundo se derrumba, el ser humano busca instintiva­mente cómo ser útil»

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