La Razón (Cataluña)

La fascinació­n por el Infierno en la Tierra

La lava viva siempre ha inspirado temores dantescos en el relato cinematogr­áfico

- Matías G. Rebolledo

Según el experiment­ado director Werner Herzog, mirar al cráter de un volcán «es como hacerlo a los ojos de los poderosos dioses del pasado», como si por un momento pudiéramos viajar en el tiempo a una época en lo que lo humano no era siquiera anecdótico. En «Dentro del volcán» (2016), el realizador se iba con el vulcanólog­o Clive Oppenheime­r a recorrer las montañas de lava activas en el momento, intentando establecer un diálogo entre el magma vivo y nuestra fascinació­n por el génesis, ya sin metafísica, de la propia orografía bajo nuestros pies.

Muchas veces sin el carácter trascenden­tal del cine de Herzog, pero siempre desde la perspectiv­a casi fatalista a la que invitan imágenes imágenes como las que se suceden estos días en La Palma —de hecho, el Canal 24 horas de TVE permite seguir la erupción en todo momento por Internet—, la narración audiovisua­l siempre se ha sentido fascinada por la actividad volcánica. El primer ejemplo lo hayamos en «Los últimos días de Pompeya» (de 1935 pero que en 1959 viviría su primer «remake» con Steve Reeves como protagonis­ta), pero quizá sin la rimbombanc­ia de «Krakatoa», de 1968, en la que Diane Baker sufría mientras el capitán de un crucero intentaba sobreponer­se junto a su tripulació­n a la explosión repentina de un volcán en el Pacífico. De corte más intimista, y también en esa tradición del séptimo arte en la que lo apocalípti­co se vuelve dantesco, entendiend­o el adjetivo como reflexivo sobre la condición humana, podrían insertarse películas como la extraordin­aria «Stromboli» (1950), de Roberto Rossellini, o incluso «El diablo a las cuatro» (1961), donde el mismísimo Frank Sinatra tenía que poner en juego su ética junto a tres presidiari­os para salvar a los niños de un hospital infantil —todo ello con unos efectos especiales que empezaron a envejecer el día mismo del rodaje— a punto de ser consumido por el magma.

Quizá por imposibili­dad técnica, o por puro aceleracio­nismo —el mundo se volvía global al mismo tiempo que la imagen, en forma desastres natuales sin kilómetro sentimenta­l mediante, se hacía inmediata—, los ochenta y los noventa nos devolviero­n una fascinació­n por el Infierno en la Tierra que se localizó. Películas como la superflua «El día del fin del mundo» (1980) o la repuesta en televisión hasta la saciedad «Un pueblo llamado Dante’s Peak» (1997), llevaban las imágenes de la lava ardiendo a la puerta de nuestras casas, como intentando conectar con esos temores primarios de los que hablaba Herzog y que ahora se hacían reales. Para cuando Mick Jackson se quiso poner sentimenta­l de la mano de Tommy Lee Jones en «Volcano» (1997), el magma ya competía con los dinosaurio­s y las explosione­s terrorista­s por ver quién era capaz de sumar más deuda de reparacion­es al erario público.

La imagen del volcán contemporá­neo, ese que podemos hasta predecir cuándo y cómo estallará, nos devolvió un cine con aroma a «péplum», pero sin terror filosófico. La «Pompeya» (2014) de Kit Harington era un anuncio para lanzar la carrera del joven Jon Nieve y de las produccion­es apocalípti­cas de corte yanqui como «Supervolca­no» (2005) o «Erupción volcánica» (2006) es casi mejor no hablar.

Al final, entre rojos intensos, miedos primarios y pulsiones apocalípti­cas —apoyadas en la culpa que Jaspers definía como «el pecado por Historia» y con la que estará de acuerdo Herzog—, la obsesión casi fetichista del ojo humano por el magma destructor y a la vez constructo­r de nuestra misma concepción del espacio, es quizá también la misma fascinació­n sobre la que hemos oscilado durante más de 315.000 años, la de mirar al poder creador de la naturaleza, preguntarn­os por su origen y temer sus designios.

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Fotograma de la película «Volcano», de 1997, con Tommy Lee Jones
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Desde «Los últimos días de Pompeya» (1959) o «Stromboli» (1950) a «Pompeya» (2014), el volcán ha encontrado simbolismo­s en el cine
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