La Razón (Cataluña)

La mala memoria

- LA OPINIÓN Julio Valdeón

Los enemigos de la reconcilia­ción, tras décadas de aquella declaració­n del PCE, descubrier­on el filón de la muerte

Lo anunciaron los augures, pero Moncloa ignoró sus avisos. La ley bautizada como de Memoria Democrátic­a, ficción poética con implicacio­nes penales, lleva en su pecho la dinamita de la desafecció­n y el sectarismo, antesalas de la ruptura de un contrato social cercado desde 2007. Los que llegaron para renovar la democracia inventaron las sopas de ajo y por todo programa traían una aversión completa a cuantos no comulgaran con su ideario.

La ley, que mezcla buenos deseos, malos preceptos y enunciados inquietant­es, que viene precedida por el alud sulfúrico de unas declaracio­nes y actitudes abiertamen­te hostiles al legado de 1978, nace para sustituir la ley de Memoria Histórica. Aquel oxímoron que trataba de (re)vestir los recuerdos íntimos de millones de españoles con las hechuras científica­s de las ciencias sociales. Con el pretexto de elaborar un corpus memorialís­tico pata negra los redactores ignoraban los miles de libros y monografía­s, ponencias y papers, tesis doctorales e investigac­iones, así como las políticas de reparación de las víctimas. Para los campeones del revanchism­o la herida de la guerra sigue abierta a pleno chorro, también por cuestiones de índole crematísti­ca y de prestigio, con la audiencia enganchada al solitrón de la inquina.

Los críticos de la nueva ley no sólo habitan allende de la alianza de civilizaci­ones antifascis­tas y las plurales tribus cantonalis­tas, sino que incluso dentro del Ministerio de Interior hay quien opina que la ley llega gripada. Basta con asomarse a los apuntes legales del secretario general técnico del ministerio. Juan Antonio Puigserver, que niega las competenci­as del gobierno para ilegalizar fundacione­s, alerta del caos competenci­al con las autonomías y avisa del peligro de hacer el ridículo, al declarar como ilegales las sentencias franquista­s previament­e declaradas como ilegales por el Ejecutivo presidido por Zapatero.

En medio siglo, de 1936 a 1977, cabotamos de la tormenta de plomo a la dictadura y la democracia. La guerra, movimiento sísmico, se activa por el choque o ruptura de unas placas tectónicas. Soportaban la presión de una república arteroescl­erótica por el odio, tomada al asalto por los golpistas de África y los prosélitos del soviet. Muchos años más tarde, en 1956, el PCE, que soportó el peso de la lucha clandestin­a, proclamó que para abandonar el avispero había que apostar por una política de confratern­ización nacional. Los pueblos obsesionad­os con conjugar nuevas venganzas, resarcimie­ntos y reparacion­es están condenados al asco mutuo y la generación de nuevas vocaciones totalitari­as.

Los enemigos de la reconcilia­ción, muchas décadas después de aquella declaració­n del PCE, descubrier­on el filón de la muerte, a la que rinden tributo con el entusiasmo de ciertas gentes del norte. Ignoran/desprecian las enseñanzas de tipos tan admirables y necesarios como el escritor Andrés Trapiello, cuando con santa paciencia y libros incontesta­bles insiste en que después de 70 años no podemos arrojarnos los muertos a la cara. Resulta perentorio asumirlos como propios. A todos. A los de Paracuello­s y los mineros en Asturias. A los baleados por los falangista­s en la retaguardi­a de sangre espigas y a los masacrados por los anarquista­s en sus orgías homicidas. A los que desollaron los comisarios de Stalin, a los mártires de Badajoz o Sevilla y a los que terminaron delante del paredón en el Madrid sitiado. No hay muertos buenos o malos. Hay héroes. También verdugos. En los dos bandos. E incluso existe un tercero, que embarcó hacia el exilio porque la defensa de los valores liberales y la democracia parlamenta­ria era para todos sinónimo de equidistan­cia y colaboraci­onismo. Pero la izquierda reaccionar­ia reniega de su mejor pasado, olvidando a quienes en 1956 declaran «fuera de la reconcilia­ción nacional no hay más camino que el de la violencia».

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