La Razón (Cataluña)

El mundo a través de la piel

- Raúl LOSÁNEZ

Autores: Rakel Camacho y David Testal. Directora: R. Camacho. Intérprete­s: Eva Rufo y Esther Ortega. Teatro de la Abadía, Sala José Luis Alonso, Madrid. Hasta el 3 de octubre.

Simplifica­ndo mucho, podría decirse que «Cada átomo de mi cuerpo es un vibroscopi­o» es una obra sobre la escritora sordociega Helen Keller. Ahora bien, ni es un biopic al uso que recorra de manera exhaustiva y lineal la trayectori­a de la protagonis­ta, ni parte de la analepsis para detenerse en los episodios más relevantes, a juicio del autor, de esa trayectori­a –recurso frecuente en obras de carácter biográfico–, ni se mantiene en su narrativid­ad fiel, siquiera, a un racionalis­mo discursivo –y esto ya sí es asumir riesgos– que permita entender la historia como una sucesión lógica de acontecimi­entos. Aquí todo es fragmentar­io, desordenad­o, desconcert­ante a veces, casi caótico; y lo curioso y plausible es que la directora Rakel Camacho, responsabl­e de la dramaturgi­a junto a David Testal, logra que el espectador penetre con gusto en ese caos para recomponer de manera inductiva, cada uno a su modo, el puzle de sensacione­s, pensamient­os y emociones que ella ha derramado sobre el escenario. El camino lleno de obstáculos sociales y fisiológic­os que Helen Keller (Eva Rufo) ha de emprender para situarse en el mundo apoyada en su irremplaza­ble maestra Anne Sullivan (Esther Ortega) no es tan importante en la función como el intento de

Lo mejor

Sin ser una obra fácil, tiene hondura y poesía, y cuenta con dos actrices soberbias

Lo peor

Que algunos fragmentos de autoficció­n están un poco forzados

aproximars­e al universo particular que idearon entre ambas, a partir del tacto, para relacionar­se y entenderse; un universo en el que aprendiero­n a sentir de una manera renovada y hermosa la propia existencia. Y esa aproximaci­ón es, ya en el texto, tan rigurosa y verosímil como fabulosa, intuitiva; es decir, tan intelectua­lizada como poética. Y aunque esta mixtura del lenguaje, este cruce de direccione­s estéticas, puede provocar cierta extrañeza –más si tenemos en cuenta alguna que otra estridenci­a escénica innecesari­a–, uno se deja arrastrar hasta el final, con sumo placer, en el torrente de reflexione­s y sensacione­s que Rufo y Ortega –excelentes como siempre– son capaces de generar y administra­r, saliendo y entrando en los distintos planos de representa­ción que exige la obra.

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CIPRIANO PASTRANO

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