Atracciones Puigdemont, nuevo episodio
A Carles Puigdemont seguramente le sorprendería la reflexión (y no sé si le agradaría demasiado) de que su situación en el país se parece cada día más a la de la fiesta de los toros. Fijémonos bien: los detractores de ambas cosas (de la tauromaquia y de Puigdemont) los consideran vestigios del pasado -de un pasado infausto en concreto- que ya están amortizados y que irán desapareciendo poco a poco y difuminándose en el recuerdo si se les deja que vayan perdiendo popularidad y público al ritmo que lo van haciendo.
También, del mismo modo que los detractores tibios de los toros ven con aprensión al histérico animalista cuyo comportamiento fanático convierte por comparación al torero en una figura prudente, el detractor racional de Puigdemont teme que aquellos que lo quieren llevar apresuradamente a la hoguera consigan el resultado contraproducente de elevar a la categoría de mártir su condición de pequeño político que llegó tarde a su cita con la historia.
Si invertimos los términos y observamos a los partidarios de ambas cosas, veremos que los puntos comunes continúan. En los dos casos, la épica les viene bien para que no los olviden; encuentran sus raíces en las tradiciones de nuestro país; y en este momento se ven perseguidos por gran parte de la opinión general por considerarse obstáculos que van contra la dirección de valores preferentes hacia la que camina la sociedad humana. Por supuesto, lo que complica el panorama de los toros y su justiprecio moral es que en esos elementos de tradición que lo sustentan viajan, entreverados con ellos, tanto elementos de cultura como innegables ingredientes artísticos. No puede decirse lo mismo de Puigdemont. En su caso, eso es mucho más sencillo de sopesar dado que su peripecia no traslada elementos de cultura en sus argumentos y lo que son ingredientes artísticos brillan absolutamente por su ausencia, a no ser que aceptemos como arte el ejercicio de elocuencia de los primarios carteristas y charlatanes callejeros que vendían crecepelos hace dos siglos. A pesar de todas esas carencias, aquellos que ya desprecian a Puigdemont como un simple parque de atracciones vintage del independentismo harían bien en no subestimar la capacidad que tiene el equipo de Waterloo para soliviantar a sus seguidores. Cuando no hay proyecto, la algarada sin objetivo inmediato es la salida natural.
Puigdemont y la tauromaquia: vidas paralelas. Me hago cargo de que el chiste es fácil de hacer. Porque sus principales acólitos se han colocado en posiciones tan cómicas y disparatadas que hasta el físico acompaña para la caricatura. No cuesta nada a nuestra mente visualizar a los Jordis (Sánchez y Cuixart) como banderilleros y Laura Borràs, guarnicionada con mil blindajes, como el picador. Para colmo de males el nombre de Carles remite ineluctablemente a las Charlotadas. Naturalmente se hace muy evidente en sus discursos que Carles sueña con que algún día los patos catalanes le recibirán en El Prat al grito de: ¡torero!, ¡torero!Eso sí, la gran diferencia de todo esto es que en la fiesta de los toros su protagonista se juega la vida y nuestro pequeño cacique regional lo que se juega como mucho es el cómodo sueldo que le proporcionan, por mecanismos cada día más tortuosos, sus partidarios. Y también que vestirse de luces, al precio que se está poniendo el vatio, nos resulta a Puigdemont y a sus explotados cada día más caro.
El torero se juega la vida y nuestro pequeño cacique regional lo que se juega, como mucho, es su cómodo sueldo