El «lord» que descubrió cómo las guerras asolan las mentes de los soldados
McMoran Wilson, que fue amigo de Churchill y ganó la Cruz Militar en el Somme, se dio pronto cuenta de que hasta el valor tiene un límite
Su nombre, Charles McMoran Wilson. Era valiente, era lord y era médico. Uno de esos tipos de viejo cuño y con más flema que el mismo David Niven. En resumen, más inglés que la bandera británica, los Beatles, las pintas y las cabinas de teléfono rojas. Perteneció al batallón de los Fusileros Reales que prestaron servicio durante la Primera Guerra Mundial, donde ejerció de cirujano y asistió a ese descalabro humano que supuso el Somme, una de las batallas más duras de aquel choque choque de potencias. Allí presenció que los hombres no solo se rompen por las balas, sino también por el sinuoso laberinto que es la psicología. Allí, entre balas, heridas, vendajes, auxilios, prisas, obuses, disparos, piernas y brazos arrancados, gritos, mesas de operaciones y jóvenes muriendo, agonizando o llamando a su madre mientras sostenían sus tripas con las manos, se dio cuenta de que muchos de los combatientes tenían la mirada suspendida en el vacío, que andaban un poco idos o que parecían enajenados por una especie de locura En sus descansos, imaginamos que con un cigarrillo suspendido de los labios, los zapatos embarrados y un delantal ensangrentado y hecho un auténtico trapo, empezó a cavilar y comprendió enseguida que las contiendas son una encrucijada extraña que pone en los platos de la balanza dos cualidades enfrentadas: el valor y el miedo. Regresó a Londres en 1919 y enseguida se enteró de que el Gobierno estaba estudiando un tema insólito llamado «neurosis de guerra». El resultado de su interés y de una oportuna reflexión le llevó a escribir un libro, hoy ya clásico, llamado «Anatomía del valor».
Sentir el miedo
En contra de esos sargentos que animan a la tropa, espolean sus sentimientos y llama gallinas a los que se arrugan ante una situación comprometida, Lord Moran, como todo el mundo lo conoce, supo que, hasta los tipos con más hechuras, esos que empiezan a vestirse por los pies, tienen un techo sobre sus cabezas. «Todos los hombres sienten miedo tarde o temprano», escribe. Y va más allá: «Es un hecho que ni el más valiente puede soportar hallarse bajo el fuego más de un número determinado de días consecutivos, aun cuando el fuego no es demasiado pesado».
La obstinada resistencia que apreció en algunos soldados que despreciaban las bombas, las granadas, los francotiradores y hasta la voz del demonio, más que valientes, eran, para él, insensatos que todavía no habían percibido los peligros que aguardaban emboscados en ese bosque de alambradas y trincheras. El rugido de los motores diésel, la amenaza de los aviones, el tableteo de las ametralladoras, el retumbar de la artillería supusieron experiencias que convirtieron a aquellos hombres en ánimas más frágiles y sensibles. El valor para él no es una fuente inagotable. Es un torrente de agua y también se puede agotar cuando se sobreexplota o se recurre demasiado a él. En la gran contienda hubo cobardes y, también, guerreros que se quedaron desecados de valor.