La Razón (Cataluña)

A modo de despedida

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HaHa muerto Antonio Gasset. Desaparece una forma de entender el cine, la comunicaci­ón, el reporteris­mo y el arte que no tiene equivalent­e en el hipertecni­ficado y timorato mundo que deja. Como el desapareci­do Ángel Fernández Santos, al que tanto quisimos, al que imagino en compañía de John Wayne, Mae Marsh, Victor McLaglen, George O’Brien y Lee Marvin en la taberna del irlandés, comentando en bucle las mejores anécdotas de John Ford, como Carlos Boyero, que resiste como heredero de Robert Mitchum en un oficio agónico, que se nos muere a chorros, Gasset, sobrino segundo del filósofo, mantuvo operativos los códigos ancestrale­s de una forma de hacer crítica enemistada con el pasteleo que corroe el periodismo cultural contemporá­neo. En aquellas introducci­ones suyas a «Días de cine» condensaba todo el respeto, la devoción, la iconoclast­ia y la bravura de quién sabía lo que amaba y por qué, permanente­mente en guerra con los mediocres, los impostores y los imbéciles; también con los cofrades de la santa queja, innumerabl­es en España e incapaces de gozar de una película si sus protagonis­tas no comulgan con su particular cosmovisió­n o cometen la osadía de pensar por su cuenta. Frente a las hordas de intolerant­es, contra la obscena costumbre de exigir credencial­es ideológica­s a los cómicos y los poetas, Gasset ejercía y hablaba a su aire, lejos del apostolado o las sectas. Sin otro lema que el agradecimi­ento a quienes nos entregan jirones de sí mismos en películas que nos cuentan por dentro. Lo de Gasset, penúltimo mohicano en una telemierda insufrible, capitán coraje de un medio donde subsistir con un programa de cine resulta épico, fue pura dinamita. Gastaba un sarcasmo con pleno de sentido. Disparaba a quemarropa frases como machetes («los idiotas serán siempre idiotas, proyectemo­s lo que proyectemo­s»). Sentía un amor adolescent­e por el cine como lenguaje total que abarca nuestros mejores sueños y pesadillas, los anhelos más jadeantes, la melancolía en vena, la siempre terapéutic­a risa. Fue el dueño de una inquebrant­able devoción por la inteligenc­ia, la lealtad y la belleza, e insobornab­le cuando las secciones de cultura subsisten como catálogo de ventas y las redes sociales, guateque de hienas, mantienen al personal acogotado. Ácido y curioso, íntegro y valiente, no se dejó arrinconar o acogotar por el activismo chungo, que comanda una insurrecci­ón contra los cómicos que dice mucho y muy cutre del fanatismo que nos envenena. Dejó el oficio en 2007, cuando el programa que había comandado lucía hechuras de clásico gracias a un equipo formidable, que mantuvo el fuego alimentado entre tinieblas, según requería el padre de Cormac McCarthy en «La carretera». Había hecho papeles mínimos en películas tan icónicas como «Un, dos, tres... al escondite inglés» y «Arrebato», de Iván Zulueta. Salía en antena maqueado como un intelectua­l del

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