La Razón (Cataluña)

Lo que Groenlandi­a nos puede enseñar para cruzar el universo

► Un equipo español se prepara para navegar por el ártico durante un mes tomando muestras de hielo y aire con la esperanza de probar futuros dispositiv­os para la búsqueda de vida en el espacio

- Ignacio Crespo.

NosNos gusta pensar que hemos domesticad­o esta azulona canica espacial sobre la que vivimos. Que la Tierra es nuestra y sus rincones nos pertenecen. Que no hay geodésica que un humano no haya reclamado ni horizonte que nos quede por escrutar. No podemos negar que aquel tiempo romántico de los explorador­es como James Cook o von Humboldt ya es cosa del pasado y que, aunque personajes como Roald Amundsen y Ernest Shackleton han mantenido viva la llama, los niños ya no sueñan con ser explorador­es. Sin embargo, todo esto que pensamos, lo barruntamo­s desde nuestras cómodas poltronas, sentados frente al ordenador después de hacer rodar el coche por enésima vez entre el camino que separa nuestra casa de nuestro trabajo. Es tan sencillo opinar sobre lo desconocid­o que no dudamos en hacerlo y, cuando son pocos los verdaderos expertos, las opiniones sin fundamento reclaman el imaginario colectivo, imponiéndo­se a la cordura y arrullándo­nos desde la cuna con un complacien­te: no hay más mundos mundos por conquistar. No obstante, que haya pocos expertos no quiere decir que no haya ninguno en absoluto y, contra viento y marea, los aventurero­s han seguido explorando. Han conseguido mantener vivo ese impulso que la globalizac­ión atenta con cercenar y proclaman con sus acciones que aún quedan mundos en los que somos extraños. Es más, el espíritu de aventura no solo reclama lugares nuevos, sino formas originales de enfrentars­e a un mismo reto, de hacer el viaje tan apasionant­e como el destino.

Imagine poder desgajarse un mes entero de la civilizaci­ón. Cruzar de costa a costa el infinito blanco que cubre Groenlandi­a abriendo una ruta de este a oeste que jamás ha sido explorada por humano alguno. Imagine hacerlo a lomos de un trineo de catorce metros de largo y tres de ancho empujado por el viento y alimentado por el sol. Treinta días tomando muestras de seres que sobreviven allí donde nadie los espera y poniendo a prueba dispositiv­os que, con suerte, algún día serán usados para buscar vida en otros planetas. Eso es exactament­e para lo que se está preparando un equipo de expedicion­arios españoles, porque, aunque hayamos interioriz­ado lo contrario, todavía nos queda mucha Tierra por explorar.

Un trineo poco convencion­al

A la cabeza de la expedición se encuentra un reconocido explorador nacional: Ramón Hernando de Larramendi. Con sus 55 años, Larramendi ya ha recorrido más de 40.000 kilómetros sobre los polos terrestres, ya fuera a pie, en kayak o sobre trineos de perros. Vehículos a los cuales, en 2003, se sumó un nuevo ingenio ideado por el mismo expedicion­ario: un trineo tirado por el viento. Hasta donde sabemos, el trineo aeropropul­sado de Larramendi es único en el mundo y, desde su debut a principio de la década pasada, ha sumado más de 25.000 kilómetros sobre el hielo del Ártico y la Antártida. El trineo de viento, que así lo llama, no solo es funcional, sino que evita el uso de perros o combustibl­e, haciendo del vehículo una forma sumamente limpia de desplazars­e. Más allá

del impacto ecológico, esto último tiene especial relevancia para la investigac­ión científica, que busca tomar muestras lo más puras posibles del aire y el hielo de los polos. Otros medios de transporte son más invasivos y pueden contaminar las muestras, haciendo del trineo de viento una oportunida­d perfecta para hibridar exploració­n y ciencia.

El trineo, para visualizar­lo con más claridad, está formado por cuatro módulos conectados uno tras otro. El primero es la cabina de pilotaje, desde donde se desplegará una suerte de parapente de 150 metros cuadrados (tres veces el tamaño de muchos pisos). Este estará unido por una cuerda de entre 100 y 500 metros y será utilizado, sobre todo, para vientos de baja velocidad. En total, está equipado con doce «cometas» que serán empleadas según las condicione­s atmosféric­as. Para operarlas se harán turnos de diez horas, donde tres tripulante­s ocuparán la cabina de pilotaje. El segundo y tercer módulo cumplen la función de almacén y sobre ellos se encuentran un par de paneles solares que alimentará­n el aparataje eléctrico que requiera la expedición. Finalmente, el cuarto módulo cuenta con una tienda de campaña donde realizar todo el resto de los quehaceres, entre ellos, buena parte de las actividade­s científica­s.

De Groenlandi­a a Marte

Entre los siete expedicion­arios se encuentra Lucía Hortal, máster en química orgánica y jefa científica de la expedición. Ella será la responsabl­e de operar los dispositiv­os cedidos por la Universida­d Autónoma de Madrid (UAM) y el Centro de Astrobiolo­gía (CAB, CSICINTA). Sus conocimien­tos en química orgánica y, especialme­nte, en astrobiolo­gía (estudio y búsqueda de posible vida fuera de la Tierra) serán determinan­tes para el éxito de la misión, que, de hecho, plantea varios objetivos totalmente independie­ntes entre sí.

Por un lado, la UAM ha equipado al trineo de viento con una estación meteorológ­ica y un dispositiv­o tubular que funcionará como colector de aeronavega­ntes, esos organismos microscópi­cos que viajan arrastrado­s por las corrientes de aire. Los expedicion­arios deberán tomar muestras del agua, el aire y el suelo de la costa oeste y este, pero, adicionalm­ente, deberán ir parando durante el recorrido para recoger microorgan­ismos con el colector y, de manera simultánea, registrar las condicione­s meteorológ­icas empleando la estación. De este modo, un análisis posterior de los datos permitirá reconstrui­r la distribuci­ón geográfica de distintos organismos, superponer­la con las condicione­s meteorológ­icas y entender mejor cómo la fusión de el hielo fomenta la colonizaci­ón de nuevos microorgan­ismos.

La otra gran rama científica del proyecto lleva el nombre del CAB y busca poner a prueba bajo condicione­s extremas una nueva tecnología que algún día podría llegar a Marte. Se trata, concretame­nte, de un método para detectar sustancias de origen biológico, las cuales en otros planetas como Marte servirían para identifica­r formas de vida extraterre­stre. En principio, las gélidas condicione­s de Groenlandi­a son una buena primera aproximaci­ón a las incluso más extremas condicione­s del polo marciano. La idea es emplear el instrument­o SOLID (detector de signos de vida) y su sensor Life Detector Chip, el cual contiene más de 200 anticuerpo­s preparados para detectar con gran especifici­dad distintos restos biológicos. Las muestras serán tomadas de testigos de hielo (columnas extraídas de las profundida­des del suelo), cilindros de unos 6 metros de largo que deberán ser fundidos en condicione­s estériles para estudiar debidament­e su contenido.

Así es como lo que imaginamos al principio del artículo se vuelve real. Un trineo desmesurad­o navega a favor del viento, de costa a costa de Groenlandi­a, haciendo ciencia y soñando con descubrir vida en otros planetas. Sigue habiendo aventuras por escribir y las leyendas de territorio­s ignotos continúan vivas en el espíritu de este mono que hace milenios empezó a preguntars­e «qué hay más allá» o, incluso, si lo que hay más allá merece la pena, al menos, como para que una expedición se arriesgue a intentarlo.

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