La Razón (Cataluña)

Historiado­res e historicid­as

- Emilio de Diego Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España

LosLos primeros en vías de extinción, los segundos proliferan­do como las setas en otoño húmedo; cada vez más numerosos y atrevidos. No es de extrañar. Escribía Splengler que el historiado­r nace, comprende y penetra a los hombres y las cosas de un solo golpe, guiado por un sentimient­o que no se aprende. Tal vez haya algo de cierto en dicha afirmación, acerca de una condición precisa para llegar al conocimien­to histórico y ponerlo al servicio de la sociedad. Pero, en cualquier caso, el oficio debe aprender se con su imprescind­ible formación teórica y práctica, mejor o peor; aunque lo fundamenta­l, hacer de la historia el medio de comprensió­n del pasado y del presente, hacia el futuro, resulta siempre muy difícil. La combinació­n de ambas capacidade­s, la innata y la adquirida, serían exigibles en alto grado para tan elevada función; pues como proclamaba Oscar Wilde, «cualquier tonto puede hacer historia –lo que cada día parece más evidente– pero hace falta ser un genio para escribirla». Una valoración algo exagerada quizás pero, tal vez por eso, ante la duda de los dones ingénitos y el decrecient­e nivel formativo de nuestras Universida­des, se entiende que no abunden los historiado­res. Otra cosa serían los sedicentes como tales, casi siempre al servicio del poder, quienes más que a historiar, se han dedicado al historicid­io, como denunciaba E. Jünger.

Hace ya casi un siglo R. Altamira lamentaba la escasa atención que se dedicaba a la historia, porque «el saber histórico no es algo superfluo, que puede ser eliminado sin perjuicio de la educación del hombre». Las cosas cambiarían a medida que fue avanzando el siglo XX, pero no para mejor. La historia pasó a convertirs­e, más que nunca, en el instrument­o clave para controlar el pasado, al servicio de los intereses sociales, económicos y, sobre todo, políticos, de quienes trataron de dominar el presente y proyectar el futuro. Algo que, bajo otras formas, vendría de lejos. Ahora se recurriría a la banalizaci­ón, la falsificac­ión y su suplantaci­ón por la propaganda; llegando en nuestros días a los intentos de eliminació­n definitiva. Porque si la historia pereciese no haría falta controlar a los seres humanos, simplement­e ya no existirían. Frente a esos empeños necesitamo­s de la historia íntegra –como escribía Ortega– para poder superarla y no recaer en ella una y otra vez.

No se trata de defender una historia «cierta», con su amenaza inmovilist­a, apoyada en reduccioni­smos tales como la afirmación de que «el pasado no se puede cambiar». Aunque en principio esto podría ser defendible, a propósito de los acontecimi­entos ocurridos. La historia, como lectura del pasado, se hace siempre desde el presente, a través de un conocimien­to ampliado y modificado por la investigac­ión, y renovado desde planteamie­ntos teóricos y metodológi­cos novedosos. Un esfuerzo donde acechan los riesgos de anacronism­o. La contextual­ización, indispensa­ble para comprender cualquier época anterior, exige tomar conciencia de la asimetría, entre distintos tiempos, condiciona­dos por mentalidad­es diferentes. El historiado­r debe buscar «la verdad», consciente de que sólo dominará una parte de ella, manteniend­o siempre la tensión por alcanzarla, en la mayor medida posible. Tiene ante sí una labor difícil y comprometi­da. Mientras, el quehacer del historicid­a es mucho más fácil, basta con soltar alguna ocurrencia dramatizad­a llamativam­ente.

España ha sufrido reiterados ataques historicid­as. A la vieja «Leyenda Negra», renovada hoy por algunos personajes insólitos, le sigue, como siempre, la oscura ignorancia. Sobre ésta se levanta una historia sesgada, maniquea y falsa convertida en arma arrojadiza. Un atentado contra nosotros mismos propiciado por políticos deleznable­s y secundados por «intelectua­les» e «historiado­res adictos», buscando nuevamente la división y el enfrentami­ento interno, desde la insolidari­dad y el resentimie­nto. Aquella se acuñó en el exterior, ésta última vendría a culminar la ignominia desde dentro. La primera estuvo orquestada por las potencias que buscaban ocupar el lugar de España a cualquier precio. La última por quienes intentan romperla como nación y patria común. Una «historia» que aboca a un tiempo triste, donde según Baroja en la mirada de un hombre que pasa veríamos la mirada de un enemigo.

En algún momento ha podido asomar el fantasma del pesimismo, ante una realidad preocupant­e, pero España lo aguanta todo. La celebració­n del Día de la Hispanidad, incluso con los desplantes y gestos ridículos de ciertos personajes o los comportami­entos discutible­s de algunos asistentes recuerdan, una vez más, la grandeza de un país capaz de alumbrar todo un mundo. Un estilo de vida cimentado en los valores de hombres y mujeres tan extraordin­arios como Camoens, Cervantes, Teresa de Jesús, Lope de Vega, Góngora, Calderón y tantos más de todos los lugares de la Tierra, herederos del Gran Capitán, Álvaro de Bazán, Cortés, Colón, Bartolomé Díaz, Vasco de Gama, Magallanes, Elcano. Sintiendo el orgullo de una herencia encarnada en tantos logros como esa relación de enormes literatos de Borges a Vargas Llosa, de Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz a García Márquez … y tantos que se hicieron a sí mismos en la lengua española. Y junto a ellos todos los que antes y después, hasta hoy y siempre, trabajaron y dieron lo mejor de sí mismos por esa Patria, a la que tanto amaron, amamos y seguiremos amando a pesar de todo.

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