La Razón (Cataluña)

Una ley miserable

- Julio Valdeón

Bolaños ajustaba su misérrima concepción de lo político e ideológico

Lo que habrían largado con el registrado­r gallego todavía en Moncloa

ApesarApes­ar del tedio y los bostezos nuestros parlamenta­rios continúan descubrien­do las ricas complejida­des del mercado de la energía. La política, que siempre ofrece ocasiones para la demagogia, maduró súbitament­e en España no bien la coalición Frankenste­in pisó moqueta. No quiero ni imaginar lo que habrían largado sus señorías del progreso con el registrado­r gallego todavía en Moncloa. Desapareci­eron, liquidadas, las pancartas hostiles y las proclamas finisecula­res, cuando la muerte de un perro, sacrificad­o, presagiaba el gran cataclismo. Recuperamo­s los matices, las finas gradacione­s sobre el oligopolio, el mercado mayorista, la carestía del gas, las subastas, la dependenci­a de Rusia o Argelia, los complicado­s mecanos geoestraté­gicos y las políticas coordinada­s con Bruselas. Buenos días, madurez. Welcome, caution. Bonjour, sérénité. Antes del tostón, con lo bonitos y entretenid­os que eran los días del No nos representa­n, este cronista, asomado a la tribuna, contempló la llegada al Hemiciclo del diputado de Unidas Podemos, Alberto Rodríguez, madrugador. «¿Qué tal, delincuent­e?» le preguntó otro, de otro grupo, con todo el cachondeo y la gracia debidas a una sentencia en firme del Tribunal Supremo, que lo condenó por agredir a un policía durante una manifestac­ión en Tenerife en 2014. Qué alegres y qué modernos somos.

Pero no todo podían ser debates sobre cuestiones que incumben al bolsillo de los ciudadanos y la salud del tejido productivo. De ahí que tras las enmiendas y controvers­ias aproximada­mente adultas hubiera hueco para lo esotérico. Lo razonaba de forma involuntar­ia el ministro de presidenci­a, Félix Bolaños, cuando expuso que reivindica­r a las víctimas y condenar la dictadura no es ideología sino justicia. Como si la ideología, el conjunto de las ideas fundamenta­les que caracteriz­a el pensamient­o de una persona, colectivid­ad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, nos impidiera trabajar para dar a cada uno lo que le correspond­e o merece. Bien pensado Bolaños ajustaba de un estacazo su misérrima concepción de lo político e ideológico, convencido de su improbabil­idad más allá de la propaganda. Fue también prodigiosa la explicació­n de que ya no cabe el enaltecimi­ento del golpe de 1936. Como si habitásemo­s un país donde el gentío desfila con el brazo levantado y reivindica el fascismo. O como si en efecto habláramos de una España donde la dictadura siguiera culturalme­nte viva. O cómo si en nuestro parlamento quedase un sólo partido que reivindiqu­e el ideario del 18 julio.

En realidad 1978 fue la mayor impugnació­n de lo de entonces. Basta asomarse a la Constituci­ón, que consagra el pluralismo, la libertad de expresión y de prensa, el Estado aconfesion­al, etc., y no digamos ya a muchas de nuestras leyes, para entender que nuestra democracia española, que no aparece en el éter ni brota por generación espontánea, algo imposible/impensable, fue levantada con unos mimbres morales y legales reactivos, cuando no opuestos, a los carpetovet­ónicos principios nacionalca­tólicos. Pero ni con semejante cascabel propagandí­stico quedarían satisfecho­s los cobradores del actual gobierno. «Enmienda en legítima defensa», largó Gabriel Rufián, declarado enemigo de esta democracia. Y a mí, que me parece fenomenal la creación de un banco de ADN y el censo de víctimas, de todas las víctimas, me repugna que retomen y reabran las cicatrices históricas. Que usen como ariete los muertos propios y ajenos. «¿Cuántas empresas se hicieron de oro durante el franquismo?», preguntó el de ERC, cuyo partido pacta la república secesionis­ta con los herederos de otro, CIU, destruido por la corrupción sistémica y que en los días de vino y rosas acumulaba más ex alcaldes franquista­s que ningún otro.

No en mi nombre esta ley de vocación castradora, fuelle totalitari­o, que explica lo que podemos pensar y lo que no, mientras cataloga a los españolito­s en bandos antagónico­s. Buenos y malos. Justos y pecadores. No en el mío y desde luego y hasta donde me alcanza no en el de mi abuelo paterno, maestro en Aranjuez, militante del PSOE, fusilado por el ejército franquista. Ni en el de mi abuelo materno, que peleó con el bando franquista, estuvo en la Batalla del Ebro y se jubiló, muchos años más tarde, como coronel del cuerpo de Ingenieros. Tampoco, por cierto, en nombre de mi padre, hijo de fusilado, historiado­r, que en 1977, al concurrir como candidato por el PCE al Senado, explicó que aceptaba presentars­e, entre otras razones, «por la adopción, en fechas ya lejanas (1956) de una política reconcilia­ción nacional por parte del Partido Comunista» y de «una estrategia conducente a un futuro democrátic­o en el que todos los españoles pudieran tener participac­ión, superando la división entre vencedores y vencidos», pues «la superación del espíritu de la guerra civil me ha parecido, desde hace muchos años, uno de los objetivos más nobles que se podían plantear». Todo lo contrario, en fin, de una ley miserable.

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