La Razón (Cataluña)

«LA PIEL AUSENTE»

- Fernando Sánchez-Dragó

LaLa vida y la muerte, la salud y la enfermedad, el amor y su pérdida, convergen en el libro que estoy a punto de terminar. Lo ha publicado Ariel, tiene trescienta­s treinta y dos páginas, y voy ya por la doscientas veinticinc­o. Cuando esta columna aparezca, lo habré terminado. Su lectura es adictiva, absorbente y contundent­e. Lo ha escrito alguien que desde hace muchos, muchísimos años, publica una tras otra, casi a diario, entrevista­s de pincelada veloz, que nunca aburren y nunca ofenden, en las páginas de este periódico. Se llama Amilibia y es, casi desde la cuna, y seguro estoy de que lo seguirá siendo hasta la sepultura, uno de los más certeros espadachin­es del periodismo español a la antigua usanza, cuando las redaccione­s no se habían convertido en tanatorios y los redactores no escribían entre mamparas.

Eros y tánatos, decía, y esos dos sempiterno­s polos de la condición humana asoman ya en el título del libro –«La piel ausente»– y más aún en su subtítulo: Crónica del amor que se va.

Que se va, sí, porque Amilibia describe en él, con esmeril de orfebre que convierte en literatura, sagrario y gema lo que roza y buril de periodista que transforma en obituario, epitafio y lápida el granito, el duro, durísimo, proceso de deterioro, necrosis y entropía que padeció Ketty, su esposa, víctima de un cáncer de pulmón con metástasis diseminada por todo el cuerpo, pero también, como en el soneto dedicado por Quevedo al amor constante más allá de la muerte, el libro canta el réquiem, la memoria y las cenizas del polvo enamorado.

Ternura, humor, desesperac­ión, melancolía, humanidad, aspereza, automoribu­ndia, cultura, anecdotari­o de supuestos vicios –Amilibia, fumador, bebedor, jugador, trasnochad­or, follador y amante de la buena mesa, los tenía casi todos y casi todos los elevaba a virtudes– ironía y agridulce talento de escritor, no sólo de periodista, en esta crónica de una muerte anunciada cuyo desenlace no por sabido desde la primera línea es menos doloroso y, a la vez, se muestra sutilmente arropado por la esperanza que confiere, aunque el autor la oculte, la conciencia de no haber vivido en vano.

Amilibia, a quien tanto aprecio, siempre ha lamentado la titubeante e injusta acogida de sus libros. Con éste se hace por fin un hueco ganado a pulso en la nómina de la alta literatura.

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