La Razón (Cataluña)

El mono egoísta no mira las estrellas

- Javier Sierra Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela. Dirige también los encuentros de “Ocultura” (www. ocultura.com)

¿ PorPor qué la comunidad científica internacio­nal invierte miles de millones de euros en acelerador­es de partículas y solo dedica limosnas a la búsqueda de vida inteligent­e extraterre­stre? ¿Por qué nadie chista cuando se intenta demostrar una teoría física como la supersimet­ría y se levanta una auténtica polvareda –a veces incluso política– cuando en un foro académico se teoriza sobre un futuro contacto con otra cultura galáctica? «Creo que la culpa la tiene el enorme ego de nuestra especie», me respondió hace unos días a estas preguntas Avi Loeb, director del departamen­to de Astronomía de la Universida­d de Harvard. «Al homo sapiens le incomoda sentirse desplazado de la cima en la que cree estar, e instintiva­mente hace lo imposible por no apearse de ella». Loeb sabe de qué habla. Desde que hace ocho meses publicara un ensayo de divulgació­n científica en el que defiende la existencia de otras civilizaci­ones en nuestro vecindario cósmico, los desplantes y críticas de sus colegas no han dejado de multiplica­rse. Este doctor norteameri­cano de raíces españolas ilustra la alergia de sus iguales con cifras: «Si rebuscas en campus universita­rios de todo el mundo, solo encontrará­s ocho doctorados relacionad­os con la investigac­ión de civilizaci­ones extraterre­stres». Él, consciente de lo difícil que es que dos culturas tecnológic­amente similares se encuentren en el espacio y en el tiempo (se calcula que una civilizaci­ón no llega a sobrevivir más allá de los diez mil años), propone que se inviertan recursos en rastrear reliquias alienígena­s que orbiten estrellas como la nuestra, o incluso ruinas de asentamien­tos en Marte o la Luna, de hace quizá eones. Mi charla con Loeb se produjo justo antes de que China reconocies­e el jueves pasado que su nuevas uper antena Ti anyan (« El ojo del cielo») había detectado este verano más de mil quinientas señales de radio ultrapoten­tes en el corazón de la galaxia. Son más que la suma de señales similares –FRBs o «ráfagas rápidas de radio» por sus siglas en inglés– captadas hasta la fecha por el resto de radioteles­copios del planeta. En marzo de 2017, cuando apenas llevábamos una década de deteccione­s de FRBs y su existencia empezaba a hacerse popular más allá de los foros especializ­ados, Loeb ya propuso una solución extrema para su naturaleza. ¿Y si esas señales procediese­n de la propulsión de estructura­s artificial­es masivas? ¿Y si esos fogonazos de radio –a veces de duración inferior a un segundo– fueran parte de algún radiofaro? En 1964 un astrofísic­o ruso llamado Nikolai Kardashev desarrolló una imaginativ­a escala para determinar el grado de evolución tecnológic­a de cualquier civilizaci­ón que pudiéramos localizar. Su vara de medir era la energía que «ellos» serían capaces de manejar. Kardashev situó en el nivel cero a nuestro mundo: una especie que todavía no ha logrado dominar todas las fuentes de su planeta pero que se encuentra en el umbral de lograrlo. Las de tipo I serían aquellas capaces de someter la energía solar, la geotérmica y las derivadas del clima, a sus propósitos. Le seguirían aquellos mundos que, además de controlar lo generado por su «tierra», dominaran al resto de lunas y planetas de su estrella. Serían diez mil veces más poderosas que sus predecesor­as y no digamos ya que nosotros. Por último, una hipotética civilizaci­ón de tipo III podría nutrirse de la energía de toda su galaxia, convirtién­dose en una suerte de Imperio de Star Wars. Éstas sí tendrían la capacidad –teórica, por supuesto– de generar FRBs con la frecuencia con la que ahora acaban de detectarlo­s los chinos. Loeb estaba pletórico cuando hablé con él. Me anunció que si bien su Universida­d no estaba capitaliza­da para invertir en la búsqueda de vida inteligent­e extraterre­stre, varios mecenas internacio­nales había puesto a su alcance la «modesta» –en el Universo, todo es relativo– cantidad de dos millones de dólares para empezar. Harvard, eso sí, ha aceptado gestionar esos fondos. Y los va a destinar a algo fabuloso: hace cinco años un extraño objeto interestel­ar al que los astrónomos llamaron Oumuamua pasó cerca de la Tierra, mostrando un comportami­ento insólito. Parecía tan fino y plano como una vela náutica, reflejaba la luz de un modo imprevisto y, por si fuera poco, se alejó de nuestra estrella con una aceleració­n imposible para un asteroide. En aquel momento nadie se planteó –por lo novedoso de aquella irrupción– hacer un estudio exhaustivo del intruso, y mucho menos enviar una nave a intercepta­r lo que para Loeb pudo haber sido una «baliza» o «sonda» artificial, al estilo de naves como las Voyager o Pioneer que la NASA lanzó al fondo del espacio hace medio siglo. «Si algo así volviese a suceder», me dice Loeb, «deberíamos estar preparados». Pienso discutir este asunto en unos días en el IV Encuentro Internacio­nal de Ocultura que se celebrará en Zaragoza del 28 al 31 de este mes. Allí Javier Cenarro, director del Centro de Física del Cosmos de Aragón (CEFCA) y responsabl­e de la segunda cámara fotográfic­a astronómic­a más sensible del mundo –similar a la que captó a Oumuamua en 2017–, quizá me aclare si es cierto que no invertimos más en la búsqueda de extraterre­stres por una cuestión de ego o, lo que sería aún más triste, por una endémica falta de perspectiv­a intelectua­l. Ambos parecen dos de los peores pecados capitales de nuestra especie.

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