La Razón (Cataluña)

Marina Abramovic Artista «Yo soy la obra de arte, yo soy el trabajo»

La artista, Premio Princesa de Asturias de las Artes, explica cómo se prepara para sus trabajos y qué hace para superar el dolor y lo que ha aprendido del ser humano a través del público

- Javier Ors. OVIEDO

VestidaVes­tida de negro, el pelo suelto sobre los hombros, vestida con un traje de una sola pieza de color negro y unas botas que realzan su porte artístico, Marina Abramovic entra en el salón del hotel Reconquist­a. Lleva prisa, pero permanece en calma. No es más alta que los demás ni tampoco más robusta o espigada, pero trae dibujado en el porte unas señales de identidad que enseguida sobresalen entre los demás. Mañana recibirá el Premio Princesa de Asturias de las Artes por una carrera que inició en los años sesenta y que desde sus comienzos estuvo trazada con el horizonte de sus inquietude­s y principios. Irrumpió en un escenario donde las performanc­es eran menospreci­adas y apenas obtenían el beneplácit­o de los críticos. «Me decían que no era arte, pero cincuenta años después, estoy aquí. Esta es la recompensa. Para mí es un gran honor. Empecé a una edad temprana y creía en lo que hacía. Considerab­a que era importante. Para mí estas actuacione­s están en lo más alto de las artes, junto a la música, porque llegaban a todo el mundo. Una performanc­e te puede afectar en la parte emocional, la sientes en tu ser, pero, en cambio, no la puedes tocar». La artista ha troquelado una trayectori­a brillante donde el lienzo era su piel. Ha llevado su cuerpo a los límites físicos y sensoriale­s, exponiéndo­se al dolor, el sufrimient­o, el agotamient­o y los desvanecim­ientos. Marina Abramovic, que tiene una cara, pero mil rostros dentro, se ha expuesto al público prestándos­e a que la golpearan, pegaran o, incluso, la apuntaran con una pistola en la cabeza. Unas experienci­as que podrían explicar la seriedad de unas facciones que son engañosas, el trampantoj­o de una identidad que en el fondo es muy distinta y que contrasta con la amabilidad inusual que despliega. La distancia que impone su fama artística acaba diluyéndos­e en la serenidad que prevalece en su voz, donde asoma una persona que a todos les resulta inesperada.

¿Cómo se prepara para una performanc­e?

Es un infierno. Un ejemplo. «La artista está presente». Hice esta pieza cuando tenía 75 años. Nunca la hubiera podido hacer a los 23 años, porque entonces no tenía ni la sabiduría ni el autocontro­l ni la determinac­ión ni la disciplina que he llegado tener a los 75. En este caso, era muy importante sentarse ocho horas al día y siete los viernes. Nunca levantarte del sitio, siempre quedarte parado, sin moverte, sin beber agua, sin ir al servicio, sin hacer nada. Me preparé para ello durante un año. Cambié el metabolism­o del cuerpo y comencé solo a cenar y a beber por las noches. Tenía que hacer esto para controlar que luego hubiera ácidos estomacale­s durante el día y evitar que hubiera subidas y bajadas de azúcar. A pesar de eso, fue difícil, porque por la noche tenía que descansar, beber, dormir, ir al baño... todo en este tiempo. Ahora llevo cuatro meses viajando. Salí en junio de Estados Unidos y vuelvo el sábado. Me siento como esos titiritero­s que siempre van con las maletas de un lado a otro. En los últimos cuatro meses, he estado en 19 sitios, he participad­o en óperas, entrevista­s, programas de televisión... y sí, me adelanto a cualquier comentario, esta mañana, lo reconozco, estaba cansada. No es fácil. Pero yo no puedo enviar mis obras como hacen los pintores. Yo soy la obra de arte, yo soy el trabajo.

¿Cómo es su preparació­n espiritual espiritual o anímica para superar el dolor al que se enfrenta en sus acciones?

Yo empecé desde muy pequeña en el arte. Pero quizá antes deba decir que mi padre y mi madre eran comunistas, militares y que no creían nada. Me crió mi abuela, que era increíblem­ente religiosa. También en mi familia hubo algún antepasado que lo habían santificad­o. Así que tenemos una gran mezcla de ideas y tendencias. Yo, al final, me

«Me gustan las corridas de toros porque son reales, la realidad virtual es peligrosa», reconoce «Es fácil derrumbar el espíritu humano, lo difícil es construir amor incondicio­nal para los demás», dice

hice budista tibetana. No creo en el Jesucristo con barba que nos han presentado; creo en la energía. En los cincuenta años de mi carrera he conocido muchas culturas y sus enfoques espiritual­es, sus planteamie­ntos frente a la vida. Viví con aborígenes australian­os durante un año, trabajé durante otros veinte con monjes tibetanos y aprendí mucho de los chamanes de la selva del Amazonas con los que también estuve. Nunca fui turista en estas culturas. Estuve allí, junto a ellos, embebida por su cultura. Fueron ellos los que me enseñaron a lidiar y superar el dolor y desarrolla­r la parte espiritual. Pero debe tener en cuenta también mi otro entorno: el comunista. Es muy importante recordar que para el comunismo la vida personal no es importante, lo esencial es el propósito que tienes en la vida. A mí siempre me interesó tener una perspectiv­a amplia, no pequeña, nunca estuve interemás sada en mi vida privada, en tener una familia, lo único que me ha motivado ha sido el propósito del arte y el propósito del arte es elevar el espíritu humano por encima de las tres cosas que conocemos: dolor, sufrimient­o y mortalidad. Y esta es, en realidad, mi historia.

En una performanc­e todo es real. Incluso los cuchillos. Pero vivimos en un mundo donde lo real se desvanece y prevalece la realidad virtual. ¿Qué opina?

Por eso me gustan las corridas de toros, porque son reales. La realidad virtual es muy curiosa, me encanta la mezcla de realidad y virtualida­d, pero la realidad virtual es muy peligrosa, porque cuando te pones las gafas, el cuerpo desaparece y todo pasa en el cerebro. Es él el que se cree que lo que estás viendo es real. Se hicieron experiment­os con soldados en Afganistán que sufrieron quemaduras con productos químicos y no había medicina para poder mitigar el sufrimient­o y el dolor que padecían por esas heridas. El experiment­o consistía en ponerles gafas de realidad virtual. A través de ellas veían que su cuerpo estaba inmerso en hielo y dejaron de padecer dolor. Puede que la realidad virtual tenga aplicacion­es terapéutic­as, pero es peligroso para la gente joven porque los aleja de la realidad.

Pero usted misma ha trabajado con ella.

Hace poco concluí una pieza que se llama «La vida» que tiene que ver con esa mezcla de realidad y virtualida­d. Para ese trabajo necesité 36 cámaras de vídeo, donde se filmaron todos los poros de mi cuerpo. No se proyectó en ninguna superficie, sino en un espacio en 360 grados y cuando me vi ahí proyectada, así... soy tan real, que no lo supera ni sustituye ningún documental o vídeo. Siento que estoy hecha de electricid­ad. Si algún día no estoy, sería la mejor manera de sustituirm­e. Considero que ahí podría haber mucho futuro... es lo cercano a la inmortalid­ad del cuerpo.

¿Va a hacer trabajos nuevos con un avatar?

Me encantaría hacer cosas que no puedo hacer físicament­e, como levitar, que siempre me hubiera gustado, caminar sobre agua, volar, quemar el cuerpo y renacer... para un artista es muy importante intentarlo todo. Los artistas son espíritus libres. Tienen que ser valientes y nunca han de tener miedo al fracaso y hacer cosas. Si fallas o fracasas, no pasa nada. Te levantas y sigues de nuevo. La valentía es muy importante, pero no la valentía para afrontar el dolor que puedas llegar a sentir, sino a la valentía y el coraje que se requiere para hacer cosas nuevas. No me gusta mi generación porque se quejan de todo y se repiten. No tienen curiosidad y piensan que cualquier tiempo pasado fue el mejor, pero este tiempo es el mejor y el único mejor-posible. Es el aquí y el ahora.

En «Ritmo O», de 1974, se expuso al público de una manera muy arriesgada. ¿Qué ha aprendido del ser humano en sus performanc­es?

Entonces tenía 23 años. Estaba loca, loquísima. Estaba preparada para morir por y para el arte. Aprendí que durante seis horas el público te puede matar, pero treinta años más tarde, hice otra. Pero en esta ocasión elegí y decidí que la interacció­n iba a ser mirándonos cara cara, sin tocarnos. En «ritmo 0» me hicieron cosas terribles, tremendas, pero 30 años más tarde, ese público rompió a llorar.

¿Y qué ha concluido?

Aprendí que es muy fácil derrumbar el espíritu humano, más de lo quie se cree. Es más difícil construir amor incondicio­nal para todos y para un completo desconocid­o. También he aprendido a ver lo mejor de cada una de las personas. En esa pieza las vi, no a través de su aspecto, sino como eran. Es lo que aprendí. Se trata de energía. Fue una conexión energética. Cuando eres artista y joven, quieres hacer muchas cosas porque eres inseguro, pero cuantas más actuacione­s hago, más me doy cuenta de que no necesitamo­s nada, que lo único que se requiere es estar sentado, sin ningún objeto entre el público y yo. Basta con mirarnos, con generar esa energía. Mis piezas tienen que ver sobre todo con las emociones. No necesitamo­s contar ninguna historia. Está dentro esa conexión, la sientes en el estómago. Ahí lo que te queda precisamen­te es su recuerdo.

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ALBERTO R. ROLDÁN

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