En las manos de Escandinavia
CuandoCuando la luz del sol se esfuma y comienzan las heladas nocturnas, Myriam y yo nos apretamos mucho el uno al otro dentro de nuestra furgoneta y escuchamos atentamente el tenue rugido, casi imperceptible, prácticamente milagroso de las estrellas. Desde que entramos en Suecia escuchamos con más claridad este sonido impresionante. Consideramos que se trata de un sonido indescriptible, como ningún otro que hayamos percibido antes, tan complejo y sosegado que igual podría calificarse como un silencio. Solo que ningún silencio se escucharía con esta densa intensidad que nos atenaza como brazos de hielo.
Cruzamos el estrecho de Kattegat de camino a Suecia después de hacer una visita fugaz y bulliciosa a Copenhague, tras haber esquivado tantas bicicletas pululando por esa ciudad como hormiguitas atareadas como ejércitos de chinches de colorines ocupando toda la superficie del colchón de acero y hormigón. Pero cuando cruzamos el puente de Øresund nos convertimos en consumidores compulsivos de la astucia contemporánea del ser humano y comprendemos apretando el acelerador que ni siquiera el mar puede detenernos, ni siquiera las olas con espuma batida y los rayos del dios moribundo
Thor podrían hacer tanto como mover un milímetro nuestra furgoneta, aunque nosotros no hayamos hecho ningún mérito para que el puente esté aquí.
Para llegar al norte de Noruega desde aquí, el camino más rápido nos obliga a cruzar Estocolmo y recorrer la costa este de Suecia, hasta que lleguemos al Círculo Polar Ártico y sea el momento de girar al oeste, ahora sí, rumbo a Noruega, hacia las luces del norte y los enormes bloques de hielo que flotan patéticamente por el océano hasta derretirse. Y ya hemos cruzado Estocolmo, hemos asomado la mano por los fiordos prácticamente desconocidos del levante sueco, hemos probado su comida tradicional ahumada, ennegrecida y de sabor fortísimo, hemos cruzado el Círculo Polar Ártico antes de girar al oeste, nos hemos bañado en las aguas congeladas del Báltico a la manera de los viejos vikingos.
Hace dos días, en Abisko, un alce nos estuvo siguiendo por el bosque. Caminó veinte minutos tras nosotros. Casi parecía que el reno pretendía comunicarse con nosotros, ese alce que nos miraba de una manera rabiosamente humana y parecida a como dicen que los espíritus miran en las historias de los sami del norte. Pero esta misma noche, esas dudas estúpidas se disiparon y supimos que las historias ancianas son ciertas; cuando Myriam y yo miramos arriba escuchando a las estrellas y un fantasmita verde resplandeció durante un segundo en el horizonte antes de volver a desaparecer. Un duendecito del norte que nos llama y nos incita a proseguir el camino, hasta que estemos tan cerca de él… tanto que caeremos sin remedio en su red de magia y nos atrapará para siempre.