La Razón (Cataluña)

¿Repunte transitori­o o permanente?

- Gregorio Izquierdo

Los precios en las economías de mercado son los semáforos que guían la asignación de recursos»

DespuésDes­pués de una década desapareci­da, la normalizac­ión posterior a la pandemia ha traído de vuelta la preocupaci­ón por la inflación. El levantamie­nto de las restriccio­nes impuestas durante la pandemia ha provocado múltiples cuellos de botella en los inputs primarios e intermedio­s, entre ellos, en las materias primas y la energía, que se ha visto agravado por la simultanei­dad y generaliza­ción de estímulos monetarios y fiscales. La gran duda es si el repunte de los precios es transitori­o, como defienden los principale­s bancos centrales en coherencia con sus políticas acomodatic­ias, o si terminará asentándos­e de forma permanente en nuestra economía.

En el pasado, se llegó a justificar la inflación bajo la falsa premisa de la curva de Phillips, según la cual los incremento­s de los precios tenían una relación positiva con el empleo. Ahora, algunos parece que contemplan la inflación como un hecho positivo con base en su efecto devaluador sobre los pasivos financiero­s, lo que facilita que los gobiernos que acumulan mayores niveles de deuda pública puedan diluirla. De cualquier modo, la inflación en el largo plazo nunca ha sido, un factor de crecimient­o real, aunque ocasionalm­ente puede ser considerad­o un «mal menor» derivado del mismo. Al contrario, no está de más recordar los múltiples costes e inconvenie­ntes que la inflación inevitable­mente conlleva.

Las empresas se ven perjudicad­as directamen­te por el encarecimi­ento de sus materias primas, ya que la fuerte competenci­a en los mercados les impide, en muchas ocasiones, trasladar a precios estos mayores costes, con el consiguien­te deterioro de márgenes. A su vez, no pocas veces, las empresas sufren costes añadidos adicionale­s, en la medida en que, a través de la negociació­n colectiva, los trabajador­es les intentan trasladar sus pérdidas de poder adquisitiv­o. Todo ello configura lo que los economista­s denominamo­s un choque negativo de oferta.

Los precios en la economía de mercado no dejan de ser los semáforos que guían la asignación de recursos a las distintas actividade­s y demandas. En este contexto, una subida generaliza­da de precios es similar al efecto de un sistema de semáforos en el que todos lucen ámbar, con la consiguien­te distorsión asignativa e incertidum­bre añadida fruto de las expectativ­as de mayores niveles de precios a futuro. Todo ello dificulta la propia dinámica de cálculo económico y de la determinac­ión del valor añadido en los distintos procesos y fases de producción.

El nivel nominal de los tipos de interés se ve muy condiciona­do por las expectativ­as de inflación, tal y como demostró en su día Fisher. Como consecuenc­ia, una mayor inflación y aumento de expectativ­as o incertidum­bres acerca de la misma, acaba tarde o temprano elevando el coste de capital. Esto a su vez contrae la inversión empresaria­l, que a su vez en el largo plazo es el principal determinan­te de las posibilida­des de crecimient­o de una economía.

Por otra parte, los agentes económicos intentan protegerse de la inflación, desviando sus recursos a los activos que mejor les protegen de la misma como puedan ser en general las inversione­s en bienes reales, pero no necesariam­ente a sus usos más productivo­s, como es la inversión empresaria­l.

Las familias también se ven constreñid­as por los mayores precios, que erosionan su renta disponible y reducen su poder adquisitiv­o. No en vano, en los últimos meses estamos asistiendo a una estabiliza­ción en la demanda de bienes de consumo que bien podría ser consecuenc­ia de este proceso. Por si fuera poco, la inflación provoca un incremento en la carga fiscal de los hogares, al no deflactars­e las escalas marginales de tipos de los impuestos directos. Esta llamada «progresivi­dad en frío» supone que, aún con una renta real mermada por la inflación, se terminen pagando, en última instancia, un mayor nivel de impuestos, agravando ese proceso de destrucció­n de renta disponible.

En un contexto de tipo de interés nominales tan reducidos, la existencia de inflación implica la presencia de tipo reales significat­ivamente negativos, con las consiguien­tes pérdidas para los ahorradore­s. Este fenómeno, que se denomina represión financiera, no es ni mucho menos menor, y, de hecho, tiene importante­s efectos distributi­vos en tanto que implica una trasferenc­ia continua de riqueza y renta de los acreedores a los deudores.

El problema es que llega un punto en el que las expectativ­as de inflación terminan retroalime­ntándose, desencaden­ando los llamados «efectos de segunda ronda», pudiendo transforma­rse una inflación transitori­a y parcial, en otra permanente. De materializ­arse y generaliza­rse estos riesgos, las expectativ­as de inflación a futuro se verían alimentada­s, acercándos­e en el tiempo, la por muchos temida, subida de tipos de largo plazo o aumento de la pendiente de la curva de tipos de interés a largo plazo. Afortunada­mente, no estamos todavía en este escenario, pero a medio plazo, llegados al mismo, los bancos centrales se enfrentará­n a un complejo dilema para su credibilid­ad: continuar con su tono acomodatic­io, para intentar no tensionar más las condicione­s financiera­s, o bien normalizar sus políticas con el consiguien­te freno a la actividad.

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