Un impuesto de los gobiernos a la credulidad
LasLas principales economías mundiales están atravesando el periodo de mayor inflación desde principios de los 90. La razón de este repunte de los precios es la confluencia entre un gasto artificialmente cebado por las políticas de estímulo y un aparato productivo damnificado por la pandemia. En principio, y si no hay nuevas rondas de exuberantes desembolsos públicos en el horizonte (como el plan de infraestructuras de Biden), esta aceleración de los precios debería tocar a su fin conforme las empresas inviertan en incrementar la capacidad productiva y lo consigan. Ahora bien, no deberíamos soslayar el riesgo de que el alza de precios penetre en las expectativas de los agentes y, a partir de ahí, se convierta en un mal endémico (como ocurrió durante la década de los 70).
¿Y por qué un mal? La inflación es el impuesto que los gobiernos imponen sobre la credulidad. Aquellas personas que confían demasiado en la moneda estatal (o que no desconfían lo suficiente) se ven esquilmadas por la dilución de su capacidad adquisitiva en favor del gobierno. Por ejemplo, supongamos que el gobierno imprime moneda por valor de mil euros para comprar un ordenador y el vendedor del ordenador acepta vender su mercancía a ese precio porque confía en que no habrá inflación y en que, por consiguiente, será capaz de comprarse un ciclomotor que actualmente también tiene un precio de mil euros. Pero, si después de vender el ordenador, los precios dentro de la economía se duplican, el poder adquisitivo de esos mil euros habrá caído a la mitad, de modo que el dueño del ordenador ya no podrá comprar una motocicleta sino solo media. De haberlo sabido, habría vendido el ordenador por 2.000, pero confió en el Gobierno y se lo transfirió por mil euros. Es como si le hubiesen robado medio ordenador.