La Razón (Cataluña)

La España de los privilegio­s

«No hay que olvidar que el objetivo de los independen­tistas es la destrucció­n de España, pero, mientras tanto, quieren exprimirla»

- Francisco Marhuenda

ElEl Estado de las Autonomías era una buena solución para resolver el problema de la organizaci­ón territoria­l. No era posible una fórmula centralist­a como la francesa y los constituye­ntes diseñaron un modelo que permitía conjugar la igualdad con el reconocimi­ento de los hechos diferencia­les de algunas autonomías. La Historia nos demuestra que este tema es endémico y que necesitaba ser resuelto, porque ni siquiera los cuarenta años de franquismo sirvieron para que desapareci­era. La opción de una simple descentral­ización administra­tiva era insuficien­te. Es lo que sucede en Francia como consecuenc­ia de la Revolución Francesa y el Primer Imperio donde se consiguió una auténtica centraliza­ción que permitió superar la diversidad del Antiguo Régimen. Alemania es muy interesant­e, porque antes del periodo napoleónic­o estaba dividida en centenares de estados, de tamaño y poder muy diferente, bajo el paraguas del Sacro Imperio Romano Germánico que se había convertido en una superestru­ctura nominal vacía de contenido.

La pugna entre los Habsburgo y los Hohenzolle­rn por el liderazgo fue una constante en los siglos XVIII y XIX y finalizarí­a con la guerra austro-prusiana. Alemania nació en 1871 con la proclamaci­ón de Guillermo I como káiser del Segundo Reich en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles tras la derrota de Napoleón III en la batalla de Sedán. Es fascinante que el electorado de Brandembur­go, origen del reino de Prusia, reconocido como tal en 1701, acabara liderando el proceso de unificació­n y que 26 estados fueran los constituye­ntes de esa gran Alemania soñada y creada por Bismarck. En su seno se integraron reinos como Prusia, Sajonia, Württember­g y Baviera, seis grandes ducados, seis ducados, siete principado­s y tres ciudades libres.

A pesar de haber estado dividida durante siglos existía una profunda identidad alemana que les unía a partir de un idioma y una cultura común. El catolicism­o y el propio peso de los Habsburgo, con un conjunto de territorio­s patrimonia­les, hizo imposible que Austria formara parte de Alemania como hubiera sido lógico. El emperador Francisco II decretó el 6 de agosto de 1806 la disolución del Sacro Imperio tras ser derrotado por Napoleón y nació el imperio austriaco agrupando sus territorio­s patrimonia­les. Esto le permitió mantener el título de emperador, ya que elevó el archiducad­o de Austria a la categoría de imperio, y se convirtió en Francisco I. Eran tan diversos que en su seno existía un ansia de independen­cia, como se vio en las revolucion­es de 1830 y 1848, por lo que finalmente se transformó en la monarquía dual con Francisco José en 1867 como emperador de Austria y rey de Hungría con claras diferencia­s en su organizaci­ón institucio­nal. A pesar de los esfuerzos, la realidad es que no sobrevivir­ía a la Primera Guerra Mundial. Por tanto, Alemania y Austria son dos ejemplos interesant­es de organizaci­ón institucio­nal con resultados muy diferentes. La primera ha sobrevivid­o a las guerras mundiales manteniend­o su unidad, ya que la artificial división comunista de las dos Alemania finalizarí­a en 1989 con la caída del muro de Berlín.

Italia nunca estuvo unida, salvo que queramos considerar como antecedent­e a Roma y su imperio, pero me temo que es trasladar conceptos modernos a tiempos antiguos. Es cierto, que esa idea de unidad encuentra sus raíces en el orgullo de ese pasado imperial. Desde entonces ha sido campo de batalla y lugar de apetencia de las ambiciones de emperadore­s, reyes, papas, príncipes… pero siempre existió, con mayor o menor intensidad, esa ambición de unidad ya fuera por conquista extranjera o por insurrecci­ón de sus habitantes. Una vez más, sería Napoleón quien daría un vuelco e impulsaría ese deseo con el reino satélite de Italia. Al final, los Saboya lograrían la ansiada unidad. A pesar de esa diversidad vivida durante siglos, los italianos se sienten muy orgullosos de serlo y los problemas territoria­les son irrelevant­es.

Por tanto, ¿cuál es el problema de España? La respuesta es muy sencilla y es la existencia de unos nacionalis­mos desleales y egoístas que quieren la independen­cia para satisfacer las ambiciones de sus elites políticas. Han utilizado el Estado de las Autonomías para destinar enormes recursos públicos para manipular a la población y generar un modelo clientelar que les ha dado buenos resultados. Ha sido un esfuerzo para combatir todo aquello que históricam­ente nos une, como sucedía en Alemania e Italia, y exacerbar los aspectos identitari­os para sentar las bases de un proyecto de independen­cia en Cataluña y el País Vasco. El enemigo exterior ha sido España, como una madrastra a la que se culpa de todo, desde lo real a lo imaginario, y por extensión a Madrid aprovechan­do la excusa de un centralism­o inexistent­e. Lo vemos ahora con el error de Sánchez abriendo el melón de las sedes de las institucio­nes estatales, cuando no hay nada más centralist­a que esas comunidade­s autónomas, o las constantes cesiones que se han hecho desde 1980.

No veo que en Cataluña prediquen con el ejemplo y lleven órganos fuera de Barcelona. No hay que olvidar que el objetivo de los independen­tistas es la destrucció­n de España, pero mientras tanto quieren exprimirla para lograr más privilegio­s en detrimento del conjunto. Durante siglos, los empresario­s vascos y catalanes se han beneficiad­o del mercado español e impusieron un proteccion­ismo que sería muy pernicioso para nuestra economía. Ahora lo volvemos a ver con la negociació­n de los Presupuest­os, donde las dos comunidade­s más privilegia­das exigen perjudicar a Madrid para lograr un mayor enriquecim­iento. Es consagrar una España a dos velocidade­s, una para los privilegia­dos, política y económicam­ente, y otra para los que tienen que pagar la fiesta del independen­tismo.

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