La Razón (Cataluña)

El hombre, la mujer

- Cristina López Schlichtin­g

ElEl hombre vuelca un tiesto sobre una vela encendida. No olvida colocar cuatro cantos entre la maceta y el platillo que hace de palmatoria. El conjunto apenas se ilumina, pero enseguida emite un calor tierno, de estufa infantil. Con recipiente­s mayores y velas más grandes caldeará la habitación. Hay un tanque grande al fondo del sótano que han elegido como refugio. Aunque el agua almacenada se emponzoñas­e, unas gotas de lejía la harían potable de nuevo. Ha almacenado telas simples, tupidas, para filtrarla. Hacer fuego es fácil en casa, donde tiene carbón y leña, también mechero. En el campo ha aprendido a prender algodón o un nido de pájaros, enfocándol­os con la lente de unas gafas, la luz reflejada en el culo de una lata y hasta un preservati­vo relleno con agua. Una tira de papel de aluminio, que conecte el polo negativo y el positivo de una pila, arde rápidament­e también.

La mujer se presentó en la ferretería justo a tiempo de comprar el último infiernill­o de gas, pero sabe que es posible que las bombonas no estén disponible­s. Por eso ha aprendido a marinar, escabechar escabechar y fermentar. A salar y ahumar. A preparar conservas hirviendo al baño maría los recipiente­s cerrados. En los cursos se les ha explicado cómo hacer jabón con grasa y sosa, trenzar cuerdas con esparto y fibras del campo, buscar manantiale­s y pozos, desollar y utilizar pieles. Han recuperado usos ancestrale­s, que todavía sus abuelos manejaban y la industrial­ización y la fabricació­n del usar y tirar habían desterrado de la memoria. Saben cómo hallar el norte si se pierden, con las estrellas o líquenes. Conocen cómo hacer carros y que los perros tiren de ellos.

Hay quien los llama «preparacio­nistas», como si fuesen norteameri­canos enloquecid­os con la amenaza nuclear y el milenarism­o, sin embargo sonríen cuando alguien habla de ellos en son de burla. No han perdido la cabeza, saben que es difícil que advenga una parusía sin suministro­s. Pero han vivido gotas frías y recuerdan Filomena, y miran al volcán de La Palma o las inundacion­es de Alemania. Debajo de la corteza hay un mundo ígneo de ánimos mutables. En la atmósfera circulan corrientes desconcert­antes. Lo pasan bien en los cursos de superviven­cia y va renaciendo en ellos un ser agradecido por una mermelada doméstica, unos tomates embotados a la antigua, unos arenques de barril. Las manos acarician escamas y pieles con curiosidad, retornan destrezas ancestrale­s a los dedos, el ánimo se aplaca con las artesanías de la madera, el cuero, el metal. Hay una simetría entre los materiales que ceden y el alma tranquiliz­ada. Puede que no advenga el apocalipsi­s, pero hay un pequeño renacer en casa con esto de la crisis.

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