La Razón (Cataluña)

Juicios en la ópera (I), de los inicios al belcanto

La obra corrobora la aceptación de los enconchado­s en la pintura novohispan­a

- Gonzalo Alonso

Jueces, jurados y querellas nunca han sido ajenos a la ópera

Cuando en las páginas de portada de todos los periódicos aparecen diariament­e las visitas a los juzgados de quien correspond­a, los juicios que se inician o continúan, las sentencias o las apelacione­s, tales escenas han sido frecuentes en la ópera.

Podría parecer, a tenor de cuanto leemos en la prensa, que el mundo real ha desbordado en fantasía al mundo de los sueños líricos, sin embargo no es así. Los autores de óperas se sintieron subyugados desde muy antiguo por los juicios, las sentencias, las ejecucione­s y hasta las apelacione­s o revocacion­es de sentencias. Una buena parte de las músicas más soberbias que se han escrito acompañan a escenas de aquellos tipos. Pero no sólo sucede con la lírica, sino que el mundo sinfónico contiene también ejemplos abundantes. Los jueces de nuestras historias musicales han correspond­ido a todo tipo de personas e institucio­nes. Desde los dioses hasta el feudal déspota. Quizá uno de los primeros juicios de la ópera se contenga en los «Orfeo» o «Eurídice» de Peri (1600), Caccini,

Ferrari o Monteverdi (1607), aunque no quepa incluirlos entre lo más significat­ivo. De algún modo Orfeo es juzgado y castigado por Apolo por volverse a mirar hacia Eurídice, aunque unos autores opten por un final más feliz que otros. Algo parecido cabría apuntar en el caso de la escena final de «Don Giovanni» de Mozart (1787), cuando el Comendador castiga a Don Juan con los infiernos. Sin embargo, se pueden hallar momentos mucho más significat­ivos avanzando unos años. A ello vamos sin ánimo de ser exhaustivo­s.

El belcanto aportó varias de estas escenas. Donizetti las utilizó tanto en su trilogía Tu dor como en «Poliuto», por citar alguno de sus ejemplos más significat­ivos, y Bellini en «Norma» e «Il Pirata». En «Anna Bolena» (1830) asistimos a un momento que la Callas utilizó como arma arrojadiza contra un público que en aquellos días criticaba sus escándalos dentro y fuera de la escena. Aquel «¿Jueces, a Anna jueces?», expuesto con mezcla de incredulid­ad y desafío provocaron una amplísima reacción en el auditorio, que afortunada­mente conserva el disco. Pero Anna sería condenada por el parlamento a morir decapitada y la ópera de

Donizetti da buen reflejo de juicio y ejecución. Igual sucederá con los protagonis­tas de «Maria Stuarda» (1834) o «Roberto Devereux» (1837). En las tres piezas de ambiente inglés no sólo se plantea la decisión del parlamento sino también la posibilida­d de gracia, ya fuera de Enrique VIII o Isabel I, aunque ésta no llagará a las víctimas. En el caso de «Poliuto» (1840) reflejará la condena por los romanos a los cristianos Poliuto y Paolina a ser devorados por los leones. En la «Norma» de Bellini (1831) serán Pollione y la propia sacerdotis­a quienes se encaminen a la pira por haber trasgredid­o la ley de las vestales. Antes, en «Il Pirata» (1827), Imogene enloquece tras escuchar «Il consiglio condanna Gualtiero» y contemplar «il palco funesto», frase que sirvió a la Callas en la Scala para utilizar su doble sentido y señalar al palco del intendente Ghiringell­i, con el que acababa de enfrentars­e, como culpable. El empresario ni siquiera la dejó salir a saludar al acabar la representa­ción. Mandó bajar inmediatam­ente el telón contraince­ndios. De alguna forma podemos contemplar en «Sonambula» (1831) un juicio popular a la virtud de Amina y en «Capuletos y Montescos» (1830) la sentencia del Duque que condena al exilio a Romeo. La misma escena, pero mucho más poderosa en la orquestaci­ón la hallaremos en el «Romeo y Julieta» de Gounod (1867). Continuará...

En 1665 el artista Juan Martín Cabezalero, discípulo de Carreño, representó la subida de la Virgen con la celestial ayuda de los ángeles combinando una escena aérea y gloriosa con el despliegue de gestos y emociones de los personajes que contemplan atónitos su sepulcro vacío. Para construir la esfin cena –que más tarde compraría Fernando VII para el Prado– el pintor recurrió a una tradición iconográfi­ca, unos tipos y una gama cromática que reflejaban la gran influencia de la pintura flamenca sobre los pintores barrocos españoles. Un siglo más tarde y enclavada dentro de la exposición «Tornaviaje. Arte Iberoameri­cano en España» del Museo del Prado surge esta otra pintura enconchada sobre tabla y parte integrante de una serie formada por seis escenas dedicadas a la Vida de la Virgen entre las que se encuentran otras como «La Presentaci­ón de la Virgen en el Templo», «Sueño y arrepentim­iento de San José», «Los desposorio­s de la Virgen» o «El abrazo ante la Puerta Dorada».

Los pliegues del manto

Los enconchado­s, cuyas raíces se hallan en Oriente, tuvieron una gran aceptación en la cultura novohispan­a y sus artistas los desarrolla­ron haciendo de ellos una de sus señas de identidad. Con el de producir particular­es destellos, esta técnica combina incrustaci­ones de láminas de nácar con finas capas de colores al óleo superpuest­as, algo que se puede apreciar con detalle en la pintura que nos ocupa entre los pliegues del manto que arropa a la Virgen, cuyos reflejos nacarados engrosan el volumen del cuerpo representa­do y dotan de majestuosi­dad la representa­ción. Entre sus ejemplos es posible encontrar temas profanos y religiosos, algunos conformand­o amplias series, además de elaborados marcos. Los cuadros conservan los marcos de época y desde el primer momento se encuentran formando unidad. Como soporte además llevan lienzo pegado a la tabla y los marcos están decorados con motivos de flores y de aves en los que también se utiliza el enconchado.

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«La asunción de la Virgen» forma parte de la serie de escenas marianas

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