El día que Umbral y Valle-Inclán calzaron los mismos botines
► El columnista retrató al autor del esperpento en una biografía personal y personalista que arrojaba una visión brillante de este otro escritor rompedor
Francisco Umbral rehuía de esas biografías de tresillo que se marcan los historiadores y otros eruditos de archivo y biblioteca. Lo suyo era abordar la semblanza como un retrato periodístico, como un esbozo cerrado de sus propias querencias y obsesiones. Un dibujo apremiante y ubérrimo en lo literario, pero despegado de plantillas, hormas frecuentadas y otros solicitados pentagramas para establecidos academicistas, vagos de salón y los variados pedigüeños que rondan lo canónico y lo uniforme. Asomaba en su creación algo pictórico, como de estampa goyesca y relámpago inesperado, que enriquecía su genio con unos aleros de improvisaciones y metáforas que le hacía alcanzar ideas desapercibidas, ignoradas. Hacía cierto aquello de que el lenguaje es la llave de cualquier pensamiento y que el hallazgo de una reflexión o un juicio armado de sentido común y de veracidad en abundantes ocasiones solo depende de una imagen, una alegoría, del tropiezo accidental con un verbo, una palabra o un adjetivo que conduzca el ser a un estadio distinto y de más altura intelectual. Es lo que Sócrates llamaba demiurgo y los flamencos denominan duende.
Eso de rebuscar legajos y sudar por dar con un documento inédito por los laberintos archivísticos para él era rehuir el trabajo esencial de leer al poeta con seriedad, de adentrarse en los párrafos del prosista con una fascinación« y ahondaren el diálogo del dramaturgo con un oído crítico. Lo suyo era una reflexión del personaje, la maduración de un carácter, una existencia, una conciencia moral, el instinto vital que regala el talento. Francisco Umbral, dandi urbano, clásico irreverente que hizo del fular una prenda de verano y una estética moderna de la antipatía y el distancimiento, se enfrentó en un duelo sintáctico y verbal a Valle-Inclán, otro manco lúcido que han dado nuestras letras y un genio impar, como él diría, de callejones incómodos.
Dos grandes cara a cara
Publicó así un libro, «Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué», donde confesaba, entre sus primeras páginas, que la memoria no es que flaquee, es que a veces se revela contra uno, y que dio con el autor de «Sonatas» en las estanterías del hogar familiar. La lectura inicial del aprendiz de adolescente, de chaval incipiente y primero de las letras, prendió en él un fervor que luego tuvo una prolongación en esta obra de maneras biográficas y horizontes estilísticos. Era un maldito visto por otro maldito. Dos seres separados por el tiempo, pero reunidos por una admiración. Ambos hicieron su literatura desde una estética, quizá porque advirtieron que la imaginación verbal principia por una imaginación de uno mismo. O sea, que hay que reinventarse en un personaje para da con el estilo, que es la fe de un escritor. Los dos compartían los bríos del ingenio, pero también una naturaleza rebelde, anarquista, que les arrastraba a la crítica social de las autoridades políticas y esas otras estamentales. Sus botines de piqué lo que representaban no era una elegancia, sino pura inconformidad.