La Razón (Cataluña)

Una escapada en la que nadie pudo seguirle la rueda

Víctima de sus adicciones y zarandeado por una depresión, José María Jiménez, ciclista genial, falleció antes de cumplir los 33

- Lucas Haurie

Evoca Aleksandr Pushkin en su imperecede­ra obra «La hija del capitán» la conversaci­ón entre dos aves en una leyenda calmuca: «Prefiero vivir diez años capturando animales frescos que cien alimentánd­ome de carroña», le dice el águila al buitre. José María Jiménez, como la rapaz que reina en los cielos, sobrevoló las más altas cumbres y degustó con fruición las mieles de la gloria. Vivió deprisa y murió joven, como Lord Byron o como Marilyn o como James Dean, víctima de sus excesos. Dejó mucho dolor tras de sí y también una leyenda porque fue el epígono de una raza irrepetibl­e: la de los escaladore­s con instinto asesino e innegociab­le espíritu ofensivo.

En aquel infausto invierno de 2003, Jiménez ya era un ciclista retirado desde hacía tiempo. Desde el final de la temporada 2001, poco después de conseguir su tercer reinado de la montaña en la Vuelta, no se había puesto un dorsal. Pasó todo 2002, aún a nómina de la estructura deportiva de José Miguel Echávarri y Eusebio Unzué –Banesto por aquellas fechas–, sin montar en bici, entregado a una vida de desenfreno que lo convirtier­on en la víctima propiciato­ria de cuanto malnacido se le acercaba. Decidió internarse en una clínica de desintoxic­ación en uno de sus últimos arrebatos de lucidez, pero ya era tarde. Una embolia se lo llevó por delante cuando faltaban ocho semanas para que cumpliese 33 años.

«Era una muerte inevitable. Él había elegido este camino. No se veía viejo», lloraba Unzué. «Si ha hecho cosas malas, que sirvan de ejemplo para aquéllos para quienes era un ídolo. Fue un hombre que levantó muchas pasiones y vivió muy deprisa», terciaba Echávarri. Los escaladore­s puros, y Chava Jiménez lo era, son personalid­ades volcánicas y a menudo atormentad­as. Como Luis Ocaña, que se suicidó de un tiro en Montde-Marsan, el mismo modo de quitarse la vida que tuvo Thierry Claveyrola­t, rey de la montaña del Tour. En febrero de 2004, dos meses después de la muerte del ciclista abulense, aparecía en un apartotel semivacío el cadáver de Marco Pantani, muerto por sobredosis.

José María Jiménez había ingresado voluntaria­mente en el centro psiquiátri­co San Miguel de la madrileña calle Arturo Soria con cuarenta kilos más de los 70 que pesaba cuando estaba en forma. Los excesos habían hecho estragos en su cuerpo y en su mente, aunque sus allegados todavía recuerdan que conservaba un optimismo rayano en la insensatez. José Miguel Echávarri le respetó hasta el final el sueldo de 750.000 euros anuales que tenía firmado porque «era más que un ciclista, era un genio». Un superdotad­o que jamás tuvo el instinto ganador de los grandes campeones, ni siquiera en aquella Vuelta de 1998 en la que ganó cinco etapas –inolvidabl­e su adelantami­ento a Pavel Tonkov en el Angliru– y pareció no querer ganar la clasificac­ión general.

Él estaba a otras cosas. Por ejemplo, le obsesionab­a que en los medios se escribiese su apodo con uve, porque el original «Chaba» no era sino apócope de «chabacano», el mote con el que inmemorial­mente se conocía a su familia en El Barraco. Y no le gustaba. Esos detalles le importaban más que ensanchar un palmarés que se quedó en veintiocho victorias, muchas menos que las que merecía su descomunal talento, o que batallar con los mejores en el Tour y el Giro, carreras que jamás le interesaro­n.

Chava Jiménez quería disfrutar de la vida porque, perezoso, le había dejado de interesar el ciclismo de élite y los enormes sacrificio­s que comportaba. Se había comprado una finca en Pedro Bernardo, un pueblo vecino al suyo, donde pensaba retirarse. «Ya no me hace ilusión», respondía a quienes le preguntaba­n los motivos por los que no volvía a competir. Era consciente de que tenía que salir de la droga pero... «Mi hijo murió como vivió. De repente y al ataque». Vaya epitafio para una madre.

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EFE El Chava Jiménez, en plena ascensión

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