Nos queda el buen canto
La ópera, con las habituales limitaciones de escritura del compositor catanés, siempre con problemas a la hora de modular, de instrumentar o de variar, posee el encanto melódico propio de su numen y exhibe una vocalidad excelentemente trabajada muy apta para el disfrute, aromática, persuasiva, llena de encanto, propicia para el desarrollo de un muy depurado neobelcantismo, que esta ocasión, justo es decirlo, estuvo bien servido desde el foso por la atinada batuta de Jordi Bernàcer, conocedor de este tipo de repertorio, al que sabe dar lo que necesita: pausa, ligazón, acento, minuciosidad en el fraseo, chispeante movilidad en pasajes «agitato» o «allegro vivo», así en la dinámica y atmosférica obertura.
Acompañó diestramente a unos cantantes más que notables presididos por soprano de la tierra Leonor Bonilla. Es una líricoligera, casi más lo segundo que lo primero, bien esmaltada, de penetrante fluido, de cristalina sustancia, manejada con sapiencia insólita para su edad, aplicando, pese a no ser muy enjundioso su espectro, coloraciones, matices, reguladores de mucho relieve. Dijo y fraseó con tino y cuidado y dibujó primorosamente su aria «Oh! Quante volte» y su exquisito recitativo previo «Eccomi in lieta vesta». Con la solidez transparente de una soprano «sfogato».
El papel de Romeo, escrito –o por falta de un tenor adecuado en su momento o por decisión del propio compositor– para una «mezzo» coloratura, como su creadora Giuditta Grissi –hermana de la gran Giulietta–, fue cantado en esta ocasión por la argentina Daniela Mack, de instrumento sonoro, timbrado, pasajeramente gutural, bien emitido, con adecuada direccionalidad y agudo bien puesto, que reveló ser excelente y apasionada actriz. Como Tebaldo se lució Airam Hernández, tenor lírico puro de acentos viriles, timbre bien coloreado, centro carnoso y agudos de adecuada direccionalidad, bien que a faltos de una esperada mayor redondez y de una tersura más reconocible.
Al lado de los protagonistas actuaron Luis Cansino (Capellio), de vibrato amplio y adecuada presencia vocal, la de un barítono de carácter, y Dario Russo, bajo cumplidor, bien sombreado, un
tanto nasal, convertido aquí en barman. La ROSS respondió muy bien a las solicitudes de la batuta mostrando una inesperada redondez y flexibilidad, con interesantes aportaciones solistas. El Coro anduvo al principio inseguro, pero poco a poco se fue entonando hasta cerrar con nota la sesión, gobernada escénicamente por la «regia» de Silvia Paoli, aquí representada por Tecla Gucci Ludolf.
Se nos traslada a los años setenta del siglo XX, en plena guerra de dos grupos enemigos calabreses de la ‘Ndranghetas. De acuerdo en que, como dice la propia regista, el ambiente es «el adecuado para un drama donde el odio y la pasión son los protagonistas». Pero en la obra de Bellini hay una poética que no casa con esas aventuradas transposiciones. Todo es muy funcional y transcurre en el mismo decorado (el Bar Verona). El último cuadro, el de la muerte de los dos enamorados, aparece iluminado por miles de bombillas que no se sabe qué pintan.
Los movimientos continuos de los grupos enfrentados, con una actitud estatuaria a veces blandiendo palos de billar o pistolas (no espadas, claro) resulta un tanto forzada e inverosímil. Y el permanente desfile de niños, dirigidos por el que se supone que el fantasma del hermano de Gulietta asesinado por Romeo antes de que comience la acción, acaban por emborronar esta sin aportar en realidad nada significativo. Ausente, pues el romanticismo y entregados a una estética feísta y realista, los refrescantes aires de la obra se diluyen, lo que nos movió a entregarnos en mayor medida al disfrute de la música y del mejor canto.