La mili sevillana del Cholo Simeone
«Ole,«Ole, ole, ole, Diego-Simeone». La grada del Sánchez-Pizjuán, a principios de los años noventa del siglo pasado, adoptaba enseguida a los ídolos siempre que llegasen de allende nuestras fronteras. El Sevilla hibernaba en un largo periodo de mediocridad y las pocas alegrías que le eran permitidas llegaban gracias al tino de su secretaría técnica para detectar talento joven en el extranjero. Pintinho ya era historia viva del club, Bengoechea había regresado a Uruguay, el goleador en serie Toni Polster apuraba su carrera en Las Gaunas o Vallecas, Iván Zamorano triunfaba en el Real Madrid y al club hispalense, en noviembre de 1991, había llegado un jovenzuelo llamado Davor Suker. En el verano del 92, en plena Expo, llegó desde Pisa un centrocampista argentino de 22 añitos desconocido en España. Los 160 millones de pesetas – algo menos de un millón de euros– que la directiva presidida por el empresario juguetero Luis Cuervas pagaba al Pisa por el traspaso de Diego Pablo Simeone eran todo un capital: ni más ni menos, que el fichaje más caro de la historia de un club al que no le sobraba el dinero y que se acometía para contentar a Carlos Salvador Bilardo, el entrenador campeón del mundo que justificó su fichaje por un equipo de la media tabla española con este argumento rebosante de sinceridad: «El dólar hizo pum y me fui a la lona. Necesitaba la plata».
El Cholo, que venía también avalado por el ojo clínico de Rosendo Cabezas, predecesor de Monchi en la secretaría técnica sevillista, cayó de pie y trajo una leyenda debajo del brazo. En su debut en el Sánchez-Pizjuán, en un amistoso contra… el Atlético, Simeone se metió a la afición sevillista en el bolsillo con un golazo desde el punto central del campo. El Cholo vio adelantado al portero y largó un zambombazo parabólico que entró por toda la escuadra dejando despatarrado en el suelo a Abel Resino, que tropezó mientras reculaba a toda velocidad. En ese mes de agosto, Cuervas y su vicepresidente, un joven abogado llamado José María del Nido, ya andaban enfrascados en la consecución de su sueño más loco: fichar a Maradona. Las negociaciones con el Nápoles y con FIFA se eternizaron y Simeone intervino en una radio argentina para pedirle a su compatriota que viniera: «Diego, vení y jugá, que yo correré por ti». El corte dio la vuelta al mundo.
El Pelusa vino y Simeone se convirtió en el eslabón menos mediático del trío de suramericanos que lideró al Sevilla en la temporada 92/93, ya que el brillo de Maradona y el magnetismo de un personaje como Bilardo atraían todas las miradas. Sin embargo, el correcaminos que viajaba de área a área e incluso se asomaba al gol con cierta frecuencia –una docena marcó en dos campañas– impregnaba al equipo con su personalidad. El Cholo se partía el pecho en cada jugada con quien hiciera falta, sacaba de quicio a los rivales, hasta a los más templados como Romario, expulsado tras propinarle un puñetazo en respuesta de eso que ahora se denomina «trash talking», y llegó a ser retenido por la Policía en el Heliodoro Rodríguez López por una tangana al final de un duelo contra el Tenerife de Valdano y Cappa, la némesis cursi, hasta el coma diabético e hipócrita hasta la náusea, del fútbol de pelo en pecho que abanderaba aquel Sevilla.
Un ídolo con todas sus letras, eso era Simeone al cabo de dos campañas. Pero las telarañas poblaban la caja fuerte del Sánchez-Pizjuán y la relación estrecha (a la postre delictiva) del vicepresidente Del Nido con Jesús Gil y Gil propiciaron el traspaso al Atlético de Madrid, a cambio de 465 millones de pesetas, el triple de lo invertido, más los jugadores Juanito, Pedro y Moacir.
La primera visita del Cholo a su antigua casa estuvo a la altura de su leyenda. El Atlético se jugaba la permanencia y los sevillistas, la UEFA. Se produjo un empate con aroma a tongo que cumplía el objetivo de ambos. El argentino marcó un gol que no celebró, se las tuvo tiesas con Marcos Martín, otro mediocentro que no hacía prisioneros, y se marchó expulsado cuando el marcador ya reflejaba el 2-2 final entre la ovación de la grada.
Héroe del doblete colchonero de la campaña 95/96, Simeone se marchó a la Serie A, que entonces era el hábitat natural del crack. En septiembre del 98, volvió al Sánchez-Pizjuán para disputar con el Inter un partido de Champions frente al Real Madrid, que tenía clausurado el Santiago Bernabéu. El club que lo trajo a España penaba en Segunda División y sus primeras palabras, nada más aterrizar en el aeropuerto de San Pablo, fueron «para la gente del Sevilla, que lo está pasando mal».
Como enemigo, eso sí, es del todo implacable. En veintitrés confrontaciones oficiales con los sevillistas desde que se aposentó en el banquillo atlético, sólo ha perdido cuatro veces (más diez victorias y nueve empates). La igualdad es la tónica en las tres últimas temporadas, eso sí, en las que cada contendiente ha vencido en una ocasión y se han registrado cuatro empates.
El Simeone profesional es lo más dañino que puede, como es su obligación. El Diego Pablo persona siempre aprovecha cualquier ocasión para saludar a la afición sevillista por el cariño que le brindó durante las dos temporadas que estuvo en el club hispalense. «El Sánchez-Pizjuán es uno de los estadios con mejor ambiente del mundo», asegura.
► Antes del Atlético el actual técnico rojiblanco se hizo leyenda en Sevilla, donde coincidió con sus compatriotas Maradona y Bilardo