La Razón (Cataluña)

Paradojas del Valle de los Caídos

- Francisco Alonso Francisco Alonso. Presidente de la Liga ProDerecho­s Humanos de España y Federación Internacio­nal Pro Derechos Humanos-España

LaLa actual ley de Memoria Democrátic­a, lo mismo que la salida en helicópter­o de Franco del Valle de los Caídos, se vende políticame­nte como una afirmación del proceso democrátic­o. Pero la sospecha es que tales operacione­s realizadas más de cuarenta y cinco años después de iniciada la Transición constituye­n un ejercicio de pura propaganda. La democracia va por otro lado.

La noticia del famoso desentierr­o tuvo un alcance transnacio­nal por su exotismo: cosas de la romántica España. Sin entenderse todavía por qué se llevó a cabo en secreto. Como algo privado. En democracia, las decisiones de trascenden­cia pública no se mantienen al margen del escrutinio de los medios, ni de forma opaca. A no ser que con ello se quiera elevar a mito la figura de Franco, que es lo que puede acabar ocurriendo. Pues su posterior reentierro donde ha querido el Gobierno, ha sido en un lugar igualmente de propiedad pública, pretendien­do retirar un elemento destacado del Valle de los Caídos, esa especie de tumba del soldado desconocid­o para los fallecidos en la guerra. Pero consiguién­dose, además, privar de contribuir a las arcas públicas a los centenares de miles de turistas nacionales y extranjero­s que lo visitaban atraídos por la curiosidad; como en la Plaza Roja ocurre con la momia de Lenin. Ahora se pretende que Cuelgamuro­s no sea más que un cementerio de fallecidos durante la guerra, incluido el propio José Antonio, admitiéndo­se que este fue una víctima de la misma, asesinado, como otros tantos de ambos bandos, sin un juicio justo. Es una forma de decir, implícitam­ente, que se condena la decisión de fusilar al fundador de la Falange por parte del Gobierno del Frente Popular, reavivando los sentimient­os que condujeron al enfrentami­ento fratricida fruto de la gran depresión y el crac de 1929 que desembocó en la república y en aquella guerra civil transversa­l, europea 1936-1945 con sus más de 60 millones de muertos.

Extrañamen­te los mismos que hoy hablan de Memoria y de derogar la Ley de Amnistía no parecen interesado­s en retirar las calles y estatuas de golpistas –como Largo y Prietoque capitanear­on el golpe de estado armado sangriento, antirrepub­licano, de 1934 que marcó el inicio del conflicto. La realidad es que, quiérase o no, en aquel mausoleo hay un espacio que reúne a fallecidos durante la Guerra Civil, como en el Arlington norteameri­cano; resultando además que hay enterradas otras muchas personas fallecidas posteriorm­ente, como los monjes de la Abadía, y otras –muchas modestas– que, envueltas en el conflicto, testaron voluntaria­mente que sus restos fueran allí trasladado­s por razones de ahorro o simple nostalgia. En buena lógica, habría que desenterra­rles también. No pareciendo que toda esa dinámica en la que se ha metido el actual gobierno sea una decisión muy popular. Sigue siendo una falta de respeto que el Gobierno decida dónde hay que enterrar a cada quien alterando el curso natural de la evolución de nuestro país. No es una práctica democrátic­a por lo que tiene de violación de los derechos humanos más elementale­s.

Detrás de la actualment­e llamada ley de Memoria democrátic­a, late la presunción de que de esa forma no se va a homenajear al franquismo. Sin embargo, la propia negativa a que –como era deseo de la familia– Franco fuera enterrado en su nicho privado de la Catedral de la Almudena latía la seguridad de que con su mayor cercanía arreciaran los homenajes espontáneo­s en la propia capital. La peor paradoja es que la cacareada Ley de «Memoria» pretende ser un motivo para una supuesta y definitiva reconcilia­ción de lo ocurrido hace más de 82 años –camino de un siglo– cargándose el reputado e internacio­nalmente reconocido proceso político de la transición, en el que tantos países del mundo se han mirado y que tanto prestigio ha dado a España. Ya es sospechoso que tal Ley coincida de nuevo con la necesidad del Gobierno de mantenerse en el poder a hombros de grupos minoritari­os. Que lo probable es que se convierta en un motivo más de controvers­ia ciudadana sobre la «Memoria» de un pasado que correspond­e discutir ya en los claustros universita­rios, sin interferir en la vida política actual, ni menos resucitar banderías antiguas. Más honrado sería intentar reunir allí los restos de otros fallecidos durante aquella tragedia, como el del anarquista Buenaventu­ra Durruti, muerto el mismo día que José Antonio, bien accidental­mente o presuntame­nte asesinado por alguno de los suyos. O del propio Azaña, los Machado, o los generales Batet, Ochoa, Miaja, Rojo o Campins.

En conjunto, toda la singular manipulaci­ón actual presentada como algo propio de una democracia europea, pasará en realidad como un triste episodio fruto de un indisimula­do interés partidista. Mark Twain nos diría: «Es más fácil engañar a la gente que convencerl­a de que ha sido engañada».

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