La historia de los nuevos guardianes del pasado
La cultura de la cancelación, el presentismo y el adoctrinamiento se han establecido como formas de entender y transmitir el pasado. El modo de pensamiento ideológico se ha impuesto en la Universidad, y los estudios se emprenden con una función reivindicativa o moralizante. El manejo de la neolengua es más importante que la pulcritud en el correcto uso de los conceptos, y moverse en la corrección política es conveniente. El historiador militante parece a veces que ha sustituido al profesional. Esto es el resultado de una hegemonía cultural que, como ha sido siempre, crea su propia interpretación de la Historia. Lo que obliga a demoler el paradigma anterior. El proceso comienza con el lenguaje. Así lo contó Gadamer hace décadas tomando ideas de Kant: interpretamos el mundo con las palabras que tenemos a mano. Si el historiador metido a transformador social, o el político que se pone a historiar, quiere esa hegemonía tiene que cuestionar los conceptos en los que se basa el paradigma contrario.
Ahí es donde entra la utilidad del determinismo cultural para la deconstrucción. Todo lo que creíamos saber, dicen, no es verdad, sino un producto cultural. Escritores, artistas, pintores y músicos, entre otros, son definidos como «constructores culturales», que, intencionadamente o no, nos inocularon lo que interesaba a los poderosos. Así, porque somos ingenuos, no como ellos, nos colaron grandes personajes a modo de ejemplarizantes santos laicos, gestas inolvidables de tiempos remotos, victorias sobre el secular enemigo y un destino universal. Frente a la vieja memoria oficial de Estado, los transformadores sociales, progresistas ellos, quisieron imponer otra más acorde a su ideología y que fuera única e indiscutible. La oligarquía, dijeron, construyó un relato nacional para incautos aferrado a mitos; es decir, a falsedades sobre el pasado para dar cuerpo a una retórica política. Por esa nación inventada se moría y vivía, se pagaban impuestos y se soportaba el poder y su legislación.
De ahí que los nuevos guardianes de la Historia se vean en la obligación de destripar el viejo relato nacional y construir uno auténtico. Lo primero, digo, son las palabras. Se trata de poner en cuestión las usadas por el enemigo para desmontar su paradigma. No obstante, esto es hacer ideología, no historia. Una de ellas es la de «Reconquista». Es cierto que el relato conservador e integrista vio la Reconquista, que verdaderamente existió, como la manifestación de la identidad nacional: un pueblo levantado contra el invasor en defensa de su fe e independencia, de sus fueros y su tierra. Por contra, ahora, la historiografía progresista dice que el relato de la Reconquista es «nacionalcatólico» y «franquista», y que nunca debió ser construido. Alega que aceptar hoy dicho término supone establecer buenos y malos españoles, despreciar la inmigración, el multiculturalismo y la alianza de civilizaciones. Es más; hay algún historiador nacionalista andaluz que ve en la historia de la Reconquista un genocidio de los musulmanes. Esto no tiene nada que ver con la Historia, que es el conocimiento del pasado a través de sus documentos, sino con la política actual. Viene siendo hora de reivindicar la libertad de cátedra y de investigación del pasado con rigor y sin partidismos.