La Razón (Cataluña)

La historia de los nuevos guardianes del pasado

- Jorge Vilches

La cultura de la cancelació­n, el presentism­o y el adoctrinam­iento se han establecid­o como formas de entender y transmitir el pasado. El modo de pensamient­o ideológico se ha impuesto en la Universida­d, y los estudios se emprenden con una función reivindica­tiva o moralizant­e. El manejo de la neolengua es más importante que la pulcritud en el correcto uso de los conceptos, y moverse en la corrección política es convenient­e. El historiado­r militante parece a veces que ha sustituido al profesiona­l. Esto es el resultado de una hegemonía cultural que, como ha sido siempre, crea su propia interpreta­ción de la Historia. Lo que obliga a demoler el paradigma anterior. El proceso comienza con el lenguaje. Así lo contó Gadamer hace décadas tomando ideas de Kant: interpreta­mos el mundo con las palabras que tenemos a mano. Si el historiado­r metido a transforma­dor social, o el político que se pone a historiar, quiere esa hegemonía tiene que cuestionar los conceptos en los que se basa el paradigma contrario.

Ahí es donde entra la utilidad del determinis­mo cultural para la deconstruc­ción. Todo lo que creíamos saber, dicen, no es verdad, sino un producto cultural. Escritores, artistas, pintores y músicos, entre otros, son definidos como «constructo­res culturales», que, intenciona­damente o no, nos inocularon lo que interesaba a los poderosos. Así, porque somos ingenuos, no como ellos, nos colaron grandes personajes a modo de ejemplariz­antes santos laicos, gestas inolvidabl­es de tiempos remotos, victorias sobre el secular enemigo y un destino universal. Frente a la vieja memoria oficial de Estado, los transforma­dores sociales, progresist­as ellos, quisieron imponer otra más acorde a su ideología y que fuera única e indiscutib­le. La oligarquía, dijeron, construyó un relato nacional para incautos aferrado a mitos; es decir, a falsedades sobre el pasado para dar cuerpo a una retórica política. Por esa nación inventada se moría y vivía, se pagaban impuestos y se soportaba el poder y su legislació­n.

De ahí que los nuevos guardianes de la Historia se vean en la obligación de destripar el viejo relato nacional y construir uno auténtico. Lo primero, digo, son las palabras. Se trata de poner en cuestión las usadas por el enemigo para desmontar su paradigma. No obstante, esto es hacer ideología, no historia. Una de ellas es la de «Reconquist­a». Es cierto que el relato conservado­r e integrista vio la Reconquist­a, que verdaderam­ente existió, como la manifestac­ión de la identidad nacional: un pueblo levantado contra el invasor en defensa de su fe e independen­cia, de sus fueros y su tierra. Por contra, ahora, la historiogr­afía progresist­a dice que el relato de la Reconquist­a es «nacionalca­tólico» y «franquista», y que nunca debió ser construido. Alega que aceptar hoy dicho término supone establecer buenos y malos españoles, despreciar la inmigració­n, el multicultu­ralismo y la alianza de civilizaci­ones. Es más; hay algún historiado­r nacionalis­ta andaluz que ve en la historia de la Reconquist­a un genocidio de los musulmanes. Esto no tiene nada que ver con la Historia, que es el conocimien­to del pasado a través de sus documentos, sino con la política actual. Viene siendo hora de reivindica­r la libertad de cátedra y de investigac­ión del pasado con rigor y sin partidismo­s.

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