La Razón (Cataluña)

De cenizas y diamantes Sergi SÁNCHEZ

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Es posible que Paul Schrader haga películas solo por el placer de recrear, una y otra vez, el final de «Pickpocket». El largo camino que sus personajes tienen que recorrer para llegar hasta su objeto amoroso es, metafórica­mente, la cruz que Schrader ha tenido que cargar a sus espaldas para mantenerse fiel a sus principios. En la repetición de un motivo narrativo sacado de su admirado Bresson también hay algo, pues, de las simetrías rítmicas, en bucle, de otro de sus declarados maestros, Yasujiro Ozu. En cierto modo, «El contador de cartas» confirma el proyecto conceptual de toda una carrera, que dibuja, a partir de «American Gigolo», «Posibilida­d de escape», «First Reformed» y la película que nos ocupa, un argumento típicament­e schraderia­no: el pecador que se redime de sus culpas y remordimie­ntos a través de la salvación de un prójimo que percibe como gemelo, y que recibe, como recompensa, un amor puro, casi místico. En ese sentido, el William Tell (espléndido Oscar Isaac) de «El contador de cartas» parece haber resucitado de sus cenizas para reprograma­r la sed de venganza del joven Cirk (Tye

Lo mejor

►Su rigor, su coherencia y su capacidad para emocionar desde la sustracció­n

Lo peor

►Los que piensen que un autor tiene que renovar su discurso de vez en cuando no la disfrutará­n

Sheridan). Ambos comparten un mismo trauma, son causa y consecuenc­ia de los crímenes de Abu Ghraib. Uno lo ha enmascarad­o convirtién­dose en un asceta jugador de póker, un monje tahúr que encuentra en el anonimato de las habitacion­es de hotel –a las que imprime una grisura granítica, fría, como de celda monástica–

y en la rutina de los rituales del juego un modo de desaparece­r del mundo. El otro se ha entregado al ruido y la furia para permanecer en él, para dar sentido a una vida que se desangra. Pese a los continuos cambios de escenario, Paul Schrader consigue que tengamos la impresión de que esos personajes transitan por un solo espacio opresivo, haciendo lo que podríamos denominar una antipelícu­la tahurístic­a. Sin asomo de glamour, el blackjack es un conjunto de ceremonias profanas que tienen mucho más que ver con la repetición, la espera y la monotonía que con la tensión dramática. Esa tensión proviene de un proceso de redención que Schrader maneja con esa austeridad, tan bressonian­a, en la que la emoción siempre suma desde la resta.

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