La Razón (Cataluña)

Y todos comieron perdices

- Carmen L. LOBO

Precisamen­te la pasada semana aterrizó en salas españolas «Hierve», de Philip Barantini, notable gastro-drama protagoniz­ado por un chef que atraviesa serios problemas personales y que, rodada en un único plano secuencia, nos mostró qué tipo y cuánta cantidad de podrida basura se esconde bajo la carísima carta de un restaurant­e. Y, hoy, aunque opuesta aunque también transcurra entre fogones y vaya más allá del mero hecho alimentici­o , hablamos del filme dirigido por Eric Besnard que nos traslada hasta la Francia del siglo XVIII pocos meses antes de la sangrienta Revolución, cuando el prestigio de las casas nobles dependía bastante de las exquisitec­es que el cocinero de cada una era capaz de colocar frente a las empolvadas y quisquillo­sas caras de los invitados. Además, y como recuerda uno de los frívolos señores, todo el mundo sabe que «la buena mesa lleva al lecho». Manceron es despedido de forma caprichosa por el malvado (lo es, en serio, parece un villano de tebeo) duque de Chamfort, de ahí que termine perdiendo las ganas de guisar y en una perdida casa de campo con su hijo, que lee a Rousseau y defiende con ardor juvenil la igualdad de los seres humanos, tambien a la hora de comer. La inesperada aparición de la enigmática Louise, sin embargo, devolverá al grandote protagonis­ta toda la pasión por elaborar nuevos platos e, incluso, le ayudará a abrir la primera casa de comidas (con su menú, sus manteles limpios, sus maravillos­os guisos y quesos) como Dios manda en el país. Entre preciosos bodegones, una excelente fotografía y el marcado acento social que le imprime el realizador, la amorosa historia entre Manceron y Louise, ambos víctimas de un sistema y una sociedad singular y duramente clasista, va macerándos­e como las peras en el almíbar mientras ambos planean una venganza de esas que hacen historia entre delicias preparadas, sí, con productos de la zona, nada de imitar recetas inglesas. Luego llegó la «Nouvelle cuisine», claro, pero eran ya otros tiempos tan distintos... Particular­mente, prefiero los bollitos de patata y trufa que un sacerdote aquí desdeña.

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