El imperio de las 64 casillas
► Arthur Larrue sabe construir con ejemplaridad la historia de un hombre a partir de sus fallas, sus debilidades y errores
Varios elementos de indudable atractivo coinciden en esta novela de Arthur Larrue (1984), parisino por nacimiento pero con vida profesional rusa –como profesor de literatura en San Petersburgo– hasta que se vio acosado por una novela que publicó sobre la disidencia artística contemporánea en Rusia y decidió abandonar el país. En primer lugar, tenemos un trasfondo narrativo que ya es un motivo literario moderno, como la Segunda Guerra Mundial; en segundo lugar, un juego que resulta tan literario y cinematográfico, el ajedrez. Y tercero, al propio protagonista, Aleksandr Alekhine, que obtuvo la nacionalidad francesa en 1927, tras llevar en el país seis años tras conseguir huir de acecho de los bolcheviques por su origen burgués, y que llegó a ser campeón del mundo como ajedrecista durante dos largos periodos. Pero, desde luego, no fue un campeón cualquiera, pues en «La diagonal Alekhine» (traducción de José Antonio Soriano Marco) se nos presenta, con buen pulso narrativo y mediante un argumento ameno y sencillo, cómo llegó a ser este jugador de conocido en su tiempo, incluso desde antes de la Revolución rusa, pues no en vano recibió un trofeo de manos del zar Nicolás II. Realmente, Larrue acertó de pleno al dedicarse a investigar la vida de este jugador del que se conocieron, como bien refleja la novela, muchas excentricidades, amén de su mal carácter y el alcoholismo en el que acabó cayendo, y que resultaba tan genial como también arrogante y petulante, si bien «era mucho menos clarividente en la vida que sobre el tablero. En el espacio y el tiempo que los seres humanos coinciden en llamar “realidad”, no preveía el futuro ni gobernaba el destino». Y en efecto, al jugador, a quien Larrue nos presenta al inicio de esta trama, embarcando, nada más estallar la guerra, en 1939, en Buenos Aires rumbo a Europa junto a su mujer, y obsesionado con uno de sus mayores rivales, el cubano Capablanca, le esperará una serie de vicisitudes amargas a su regreso; el lector las irá conociendo todas y, un momento dado, hacia la mitad del texto, descubrirá «la diagonal de su alfil negro» y avanzará con el personaje de casilla en casilla hasta su aciago fin.