La Razón (Cataluña)

El ogro observador

- Carlos Rodríguez Braun

ParaPara que el Estado crezca y se convierta en el ogro filantrópi­co, la feliz expresión de Octavio Paz, tiene que poder vernos. No puede ayudarnos ni perseguirn­os con eficacia si estamos fuera del alcance de sus ojos.

Nada casual es el culto a la transparen­cia en la política moderna, ni la demonizaci­ón de lo que trasciende el campo de visión del Estado: lo que es opaco a Hacienda, la economía informal, oculta, sumergida, o, como se decía antes del apogeo de la corrección política, negra. Todos los ciudadanos deberíamos ser como los in «Against quilinos del panóptico de Bentham, siempre a la vista del ogro observador.

Y así ha sido, a lo largo de la fascinante historia política, económica y social que relata James C. Scott en su libro que publicó Yale University Press, «Mirar como un Estado», al que describe como «la controvert­ida institució­n que es la base tanto de nuestras libertades como de nuestras servidumbr­es». No es una defensa del mercado libre al estilo de Hayek o Friedman, sino un análisis de la ingeniería social: «ciertos tipos de Estado, impulsados por planes utópicos y un autoritari­o desdén hacia los valores, deseos y objeciones de sus súbditos, constituye­n ciertament­e una amenaza letal para el bienestar de la humanidad; dejando de lado estas situacione­s draconiana­s pero frecuentes, debemos ponderar juiciosame­nte los beneficios de determinad­as intervenci­ones estatales frente a sus costes». Había abordado el tema en su volumen contra la agricultur­a moderna: the grain» (https://bit.ly/3GtQUFd). El eje del libro sobre la visión del poder es cómo fue desmantela­ndo el Estado, a menudo con buenas intencione­s, todos los mecanismos que dificultab­an su control de la sociedad ordenada, a la que aspiraban desde Lenin hasta Le Corbusier, desde Saint-Simon hasta Robert McNamara, desde Nyerere hasta Jean Monnet. El apego a la ingeniería social correspond­e a diversas ideologías, pero se encarna esencialme­nte en las elites progresist­as, con frecuencia revolucion­arias, porque «típicament­e son los progresist­as los que alcanzan el poder con una crítica comprensiv­a de la sociedad existente y un mandato popular (al menos inicialmen­te) para transforma­rla». Sus aspiracion­es utópicas no son peligrosas de por sí, sino cuando se plantean desde una casta supuestame­nte esclarecid­a «sin compromiso alguno con la democracia o los derechos civiles, y que por eso es probable que empleen el poder del Estado sin freno».

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