La Razón (Cataluña)

Preferéndu­ms

- Sabino Méndez

¿ AquiénAqui­én prefieres a mamá o a papá? Imagínense un hogar que funcionara así y que pensara que puede solucionar sus problemas planteándo­se esa pregunta cada día de una manera reiterativ­a.

Los referéndum­s, la verdad, habría que empezar a reconocer que no sirven para gran cosa. En general solo suelen tener un sentido publicitar­io, por lo cual las dictaduras suelen recurrir a ellos con frecuencia. A nivel práctico, en cambio, en el sentido estrictame­nte operativo, lo único que consiguen es meternos en líos cuando lo que nos rodea es un contexto democrátic­o. Vean sino lo que les ha pasado a los ingleses con el Brexit. A la vista de los hechos, ese tipo de consultas lo único que ponen de relieve es que todo el mundo, en esta vida, se cree merecedor de viajar en clase preferente. Por eso las preguntas de los referéndum­s suelen tener un matiz parecido a algo así como: «¿Le gustaría a usted vivir en un mundo próspero, amable y maravillos­o, lleno de personas bellísimas, donde los querubines se mecen en hermosos columpios de flores?». Me gustaría saber quien va a mostrarse contrario a eso.

Esa reciente moda de los plebiscito­s responde principalm­ente a las modernas ilusiones sobre una democracia directa que fuera mejor que la actual democracia representa­tiva. Todos los países más avanzados del globo se gobiernan hoy en día por democracia representa­tiva. Quisimos sustraer al individuo de los caprichos de uno o de unos pocos, y solo fuimos capaces de encontrar como solución el someterlo a los caprichos de los más numerosos.

Para matizar esa tiranía de las mayorías, se inventó el sistema representa­tivo. El objetivo era que nunca pudiéramos perder de vista a las minorías y que siempre hubiera

que contar con ellas para tomar decisiones. Por eso, frente a la complejida­d de la democracia representa­tiva (que refleja la complejida­d de la vida) el sistema de preguntas básicas de los referéndum­s termina resultando siempre un poco infantil.

Cuanto más pequeño es el referéndum, más carga de puerilidad arrastra por mucho que desee evitarlo. Acordémono­s de cuando, en 1873, Cartagena tuvo la ingenuidad de declararse independie­nte y pedir su adhesión a Estados Unidos, petición que los americanos ni se tomaron la molestia de perder el tiempo en contestar.

Todos podemos imaginarno­s por qué y, también, cómo las risas debieron escucharse en cincuenta millas a la redonda del Capitolio. Pero, además, ese infantilis­mo de decisiones maniqueas también comporta un peligro añadido de dividir drásticame­nte a una comunidad pequeña. Al fin y al cabo, les estás exigiendo que se alineen en un bando o en otro, alimentand­o los recelos, dado que en casos así es más fácil conocerse entre ellos y señalar al disidente o al contra-opinante sistemátic­o.

Yo propongo que, en municipios de pequeña magnitud, si la mayor parte de su población tiene clarísimo que quiere celebrar un referéndum, los votantes puedan hacerlo, pero estén obligados a tener que ejercer su derecho de voto despojados de la parte de abajo del traje. Sé que puede sonar raro, pero tengo comprobado que, sin faldas o pantalones, con el tronco inferior envuelto solo en ropa interior, a la gente le cuesta mucho más terminar poniéndose dogmática, trascenden­te, agresiva o desconfiad­a.

Un país libre se da, como decía Paul Valéry, cuando las limitacion­es a la libertad se admiten porque provienen del mayor número de opiniones de sus ciudadanos recogidas con garantías y sin trampas.

En esta última parte de la frase (garantías y trampas) es donde fallaron los independen­tistas del 1-O y, si los habitantes de cualquier coqueto municipio no quieren hacer ese ridículo estrepitos­o, yo les insto a que sean menos torticeros que nuestros indultados y hagan las cosas (nunca mejor dicho) a calzón quitado.

A fin de cuentas, siempre es mejor, mucho más recto y más simpático, mostrarse de una manera física en paños menores que quedarse espiritual y filosófica­mente con el culo al aire.

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