Patio de locos

UnUn 34% de gente de 18 a 24 años reconoce que está yendo al psicólogo desde la pandemia. Si sumamos a aquellos que no lo reconocen, nos estamos poniendo en cifras temibles. Nuestros adolescentes van al psicólogo como nuestras ancianas al callista. La diferencia es que un pie malo no mata, una cabeza trastornada sí.

Recuerdo que cuando escribí mi obra «Invierno de luna alegre», yo aún veinteañera, se la pasé a Julia García Verdugo, librera de la mítica « La Avispa» de Teatro, que me dijo y nunca lo he olvidado: «Me ha encantado, es fresco, diferente… Pero Paloma, tienes que cambiar el final, los viejos no se suicidan».

En realidad mi personaje no era en absoluto anciano, pero desde mi punto de vista así lo describí: «Es un viejo de cuarenta y cinco años», puse. No me refería, a pesar de mi inmadurez, a que a los cuarenta y cinco se fuese viejo, sino a que él lo parecía. Como creo que Julia, la librera, lo que quería decirme es que los ancianos no se matan por desa-mor; porque, aunque menos que los jóvenes, si lo hacen por otras causas y de otras maneras.

Nuestros jóvenes de ahora, pobres míos, van a terapia y toman ansiolíticos. Van, claro, los que tienen padres que pueden pagársela, porque en la Sanidad pública no hay manera y la privada cuesta un ojo de la cara. Sumemos entonces a ese 34% los que no lo reconocen más los que no pueden ir.

Este patio se está convirtiendo en un manicomio, queridos. Lo estamos convirtiendo, mejor dicho. Porque no podemos seguir echando balones fuera. Porque, aunque encadenados, todavía tenemos boca para hablar y corazón para resistir.

Lo que más me asombra es que ya no hablen los sabios, ¿por qué no explican que se nos está hundiendo el barco? Ahora solo hablan los virólogos, los periodistas, los políticos, los gritones del «corazón», los terapeutas… Pero a los maestros, a los que saben, no les damos voz. Será porque nos negamos a saber que dentro del barco vamos todos.