La Razón (Cataluña)

Todos funcionari­os

- José María Marco

LaLa autonomía es la virtud más preciada por las sociedades modernas. Responde a la convicción de que no debe haber ninguna autoridad superior al sujeto, ninguna instancia que le dicte su comportami­ento y sus decisiones. En tiempos pretéritos, muy remotos ya, esa autonomía iba relacionad­a con la capacidad del «ente decidiente», digámoslo así, para guiarse por criterios racionales. No todo el mundo los alcanzaba, pero postular algo parecido equivaldrí­a hoy en día a reconocer un privilegio: así que la autonomía es ya total y se funda en la libertad soberana del sujeto. El autogobier­no ha dejado de ser un ideal, exigente y difícil, para convertirs­e en un a priori. Cualquier límite a nuestra autonomía, incluso teórico, resulta intolerabl­e.

Una vez instalado este postulado autonómico en la realidad moral, cultural y política de nuestras sociedades, resulta extraordin­ariamente difícil de discutir. No por eso ha conseguido la unanimidad y muchos –cada vez más– se interrogan acerca de su realidad y, más aún, de la validez de sus efectos. Efectivame­nte, la sociedad del sujeto plenamente autónomo ofrece grandes ventajas, pero también trae aparejados algunos desafíos, en particular aquellos derivados de la pregunta acerca de la capacidad del ser humano para gestionar esa autonomía que se pretende total y le promete una completa felicidad.

Curiosamen­te, y como si anticipara­n esa crítica, algunos de aquellos que ponen el grito en el cielo cuando se abre paso algún interrogan­te, por tímido que sea, sobre el valor de esa nueva realidad autonómica, son los mismos que no dudan en obstaculiz­ar ese mismo proyecto cuando no responde a sus criterios. Es la paradoja post-post moderna, aplicada en este caso a la capacidad de autogobier­no: digna de aplauso, efectivame­nte, siempre que no se salga del marco establecid­o que, a su vez, es el que respalda esa misma autonomía.

Un ejemplo extraordin­ario de esta realidad política es el ataque que el gobierno social comunista de Sánchez, acérrimo partidario de la autonomía y la autodeterm­inación en todos los ámbitos de la vida, se dispone a lanzar contra aquellas personas cuyo régimen laboral es, precisamen­te, el de autónomos. So pretexto – perfectame­nte falaz– de equiparar condicione­s y contribuci­ones con los empleados por cuenta ajena, el sanchismo prevé un nuevo cálculo de cotizacion­es que desanimará a cualquiera de asumir los riesgos, las incertidum­bres y los inconvenie­ntes de la condición de autónomo, que es la de empresario de sí mismo. Un ser humano independie­nte por voluntad propia y que confía en sus fuerzas y su visión tanto como para anteponer su voluntad y su creativida­d a las muchas desventaja­s que habrá de asumir, por ejemplo en cuanto a vacaciones o situacione­s de enfermedad.

En otras palabras, se castiga a los autónomos por estar dispuestos a asumir las responsabi­lidades propias de su condición. Sólo resulta aceptable aquella «autonomía» desligada de cualquier responsabi­lidad. El ideal que aparece así es una sociedad dependient­e, en la que unos seres (¿humanos?) presuntame­nte autónomos lo son porque se les garantiza que sus decisiones y sus actos no tendrán nunca consecuenc­ia alguna. La felicidad se da por supuesta. Uno de los problemas, como siempre, está en quién va a pagar esta funcionari­zación general de la sociedad y el nivel de vida –del Falcon y las mariscadas para arriba, ni que decir tiene– de aquellos que la preconizan.

Uno de los problemas está en quién va a pagar esta funcionari­zación general

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