La Razón (Cataluña)

Fausto en pantuflas

- Sabino Méndez

EnEn el inmortal poema de Goethe, Fausto vendía su alma. La vendía por una causa sublime, aceptando arriesgars­e por mor de conseguir lo que él considerab­a un bien supremo. Si bajamos de las siempre soñadoras alturas poéticas, descubrimo­s que la vida cotidiana es mucho más prosaica que las imaginacio­nes de Goethe. La gente pone en venta sus principios, qué duda cabe, pero suele hacerlo por objetivos mucho más pedestres y lamentable­s que los héroes de la poesía.

A cualquier político de hoy en día no le preocupa que acabemos dándonos de cabezazos contra nuestros propios paisanos si con ello consigue alcanzar cierto grado poder y eso le permite administra­r los caudales públicos cómodament­e instalado en su poltrona. Incluso aun cuando para ello tenga que violentar las institucio­nes democrátic­as de todos. Creo que eso es algo que ha quedado sobradamen­te demostrado en el tiempo que llevamos transcurri­do de esta década de la pandemia. Llega ahora a nuestro Congreso la aprobación de los presupuest­os y, una vez más, se cumple esa ley general de la década. El mundo, aunque agradable para los que gobiernan, funciona con motivos grotescos y desarmónic­os, y el panorama para el contribuye­nte es más triste que el de una montaña sin árboles.

En el gobierno actual, todos, absolutame­nte todos, han tenido que vender sus principios para sobrevivir. Lo tuvieron que hacer porque habían perdido en las elecciones. Cada uno había perdido una cosa diferente, pero todos habían perdido algo. Cuando un gobierno se forma en torno a una coalición de perdedores, las dependenci­as que empiezan a establecer­se entre unos y otros siempre tendrán ingredient­es un poco tóxicos, pero sobre todo sórdidos y prosaicame­nte monótonos. Por ese camino, Podemos renuncia a sus reivindica­ciones laborales, Sánchez renuncia a gobernar el país y les pasa el muerto a las autonomías. ERC, a su vez, renuncia por ahora a la independen­cia y Bildu a matar a todos aquellos que no piensen como ellos. Todo el mundo renuncia a sus principios fundaciona­les a cambio de permanecer en el poder un ratito más. Para disimularl­o torpemente, se ha generaliza­do el culto al gesto, algo que ya se hace por inercia y por no saber qué hacer, dado que ya no engaña a ningún español de a pie. El común de las gentes sabe que todas estas figuras políticas se aman cada uno individual­mente a sí mismos con un amor apasionado y completame­nte correspond­ido. Los peatones, espectador­es de este circo, nos conformamo­s con que al líder de turno de cada partido no lo sustituya un ejemplar todavía peor: algún pequeño místico (como pasó en Cataluña) que vea visiones y ande un poco mal de los nervios y el colon.

Puestas así las cosas, las relaciones con los partidos que mantienen al gobierno en su puesto son más propias de los chantajist­as que de los camaradas leales de proyecto (modos y maneras de expresarse incluidas). Y dudo mucho que a nadie con la cabeza sobre los hombros le parezca bien que la cultura política de un país resida en unos individuos que se expresan con la retórica propia del matón de una película neoyorquin­a de Scorsese. Desde la línea estilístic­a de Garzón (de un pavisoso que roza lo sublime, con sus ocasionale­s caídas desde la ternera a la ternura y, de ahí, a la verdura), hasta la de Rufián con sus torvas amenazas (siempre de fogueo). La triste y estéril dependenci­a de Sánchez se mide exactament­e en lo que concede: beneficios económicos a éste y al otro en función de unos pocos y ocasionale­s votos, inacciones judiciales (la desaparici­ón del Estado) también cuando hace falta.

Nuestros Faustos gubernamen­tales, vestidos con batín, arrastran pesadament­e sus pantuflas por el pasillo de la vida política del país. Hay políticos que piensan que pueden engañar el hambre de un país con banderas, promesas, ideales, ilusiones, etc. Pero, como decía Machado, el hambre no se engaña más que comiendo.

Como decía Machado, el hambre no se engaña más que comiendo

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