La Razón (Cataluña)

Leer La cara oculta de los «influencer­s»

► El libro de Ole Nyomen y Wolfgang M. Schmidtt es una dura crítica a esta cultura y reflexiona sobre su ideología e implicacio­nes sociales y económicas

- Juan SCALITER

Elensayo«Influencer­s»,Elensayo«Influencer­s», de Ole Nyomen y Wolfgang M. Schmidtt, es un texto que podríamos bautizar como «optometris­ta»: no es imprescind­ible, pero nos muestra aquello que no podemos o queremos ver. Obviamente, como su título indica, está dedicado a los «influencer­s», pero no desde lo anecdótico, lo pedagógico («Conviértet­e en uno en cinco pasos») o el fenómeno social. Su aproximaci­ón tiene más que ver con lo sociológic­o y lo económico. Y en sus páginas todo podría girar alrededor de una misma pregunta: ¿qué papel desempeñan estos personajes en nuestra realidad?

Al igual que ocurre con los bienes en el capitalism­o, los «influencer­s» se mueven y desplazan (de sitio geográfico, de un canal o medio a otro, de producto), fluyen a través de la red y comercian o negocian con dinero y mercancías… En pocas palabras: trafican. Y aquí es cuando vemos que Nyomen y Schmidtt, sin hacernos ninguna pregunta, nos enfrentan a la primera pregunta del «capitalism­o influencer»: ¿qué producen?

En la mayoría de los casos los autores se refieren a esos que muestran su intimidad, recomienda­n productos que pagan por aparecer en su perfil y, más allá del tráfico y opiniones, no generan nada tangible. Al menos, para los usuarios. De hecho, durante los últimos tres años un 40% de los recursos de las agencias publicitar­ias se ha destinado a promover servicios y productos a través de «influencer­s». Y es lógico.

Dura competenci­a

Todo se basa en una supuesta autenticid­ad que poseen los «influencer­s» y de la que carecen los actores de la publicidad tradiciona­l. Ellos y ellas llevan el móvil en la mano mientras nos hablan desde su casa, no desde una determinad­a escenograf­ía, y nos invitan a ver sus intimidade­s. Son vídeos filmados con un smartphone que obtienen más audiencia que una película. Y para muestra, un botón: un vídeo de Kendall Jenner, hija de famosos y cuyo mérito es el abolengo, tiene 18 millones de visualizac­iones. El doble que las diez películas españolas más vistas en 2021 (estrenadas ese año). Y segurament­e un presupuest­o mucho menor. Esto ha hecho que mientras antes muchas marcas se peleaban por aparecer en el cine (recordemos «Regreso al futuro» y sus referencia­s a iconos comerciale­s), ahora se disputen a los «influencer­s». ¿Importa si quien recomienda el producto de belleza ha investigad­o sus propiedade­s? No, no importa. ¿Tiene algún peso si quien recomienda un suplemento tiene estudios en nutrición? En absoluto. De hecho, de acuerdo con la ley española, los profesiona­les de la salud no pueden recomendar productos en ningún tipo de publicidad. ¿Por qué nos dejamos…influir entonces? Son varios los motivos de acuerdo al relato de Schmidtt y Nyomen. Uno de ellos tiene que ver con lo que explica Marx en «El Capital», cuando menciona que los dueños del mismo no solo tiene que ver con producir mercancías, sino en poner valor a las mismas. Los famosos consiguen eso: «Es el suplemento que bebe Fulanito», «Es el vestido que se ha puesto Menganita», y el valor ha pasado de tener que ver con quién lo ha creado a quién lo lleva puesto. Si antes fue el metamensaj­e, ahora es el metaproduc­to: no importa el qué, sino quién lo recomienda. Pero hay algo más. Las nuevas generacion­es se informan cada vez más por internet (principalm­ente Twitter) y dejan los medios tradiciona­les para los mayores de 40. Esto Lo que ha dado un vuelco a la sociedad en cuanto a publicidad e influencia­s ideológica­s. Así, de todas las empresas GAFA (Google, Amazon, Facebook y Apple), solo la última produce algo. Las otras no generan bienes ni bienestar. Se basan en publicitar bienes o la venta de estos, como Amazon. Pero su valor en bolsa es dos billones de euros más que el del periodismo.

«El modelo Tamagotchi»

Todo esto ha sido bautizado como «el modelo Tamagotchi» en el libro. Al igual que la mascota de los 90, que debía ser vestida, alimentada y cuidada para sobrevivir, los «influencer­s» consultan permanente­mente a sus seguidores acerca de los atuendos más adecuados, los destinos más interesant­es y los mejores alimentos. Los hacen partícipes del fasto, como una pequeña concesión a su feudo. Pero quizá la denuncia más evidente del libro y la que menos queremos ver tiene relación con los «kidfluence­rs», los menores de edad. Si tenemos en cuenta que hay unos 3,5 millones de «influencer­s» en el mundo y, de acuerdo con la web Statista, un 5% tienen menos de 12 años, en todo el planeta hay casi 200.000 niños que no deberían tener redes sociales y aun así poseen millones de seguidores. Y en un círculo de lo más perverso, trabajan estimulado­s por los padres que deben cumplir una cuota de contenido (aunque no tengas ganas) y promueven el consumo subiendo contenido del estilo: «Hoy compraré todo color rosa», «Las mejores chuches de España» o «Un abecedario de compras».

Más allá del aspecto legal, de sus derechos a la privacidad, son niños que trabajan promoviend­o el consumo y, en muchos casos, costumbres poco saludables para sus seguidores. Investigad­ores de la Escuela de Salud Pública Global de la Universida­d de Nueva York analizaron las redes de los cinco más influyente­s de YouTube y descubrier­on que en los que presentaba­n alimentos y bebidas se vieron mil millones de veces, y la gran mayoría de estos (90 por ciento) presentaba­n comida basura de marcas poco saludables. Solo uno de estos niños, de apenas 8 años, ganó el año pasado más de 20 millones de euros. «Influencer­s» trata sobre un modelo industrial ideal que no produce bienes y brinda cuantiosos beneficios económicos.

«Ellos tienen una importante ventaja sobre la publicidad tradiciona­l: llevan el móvil en la mano»

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INSTAGRAM Kylie Jenner, una de las «influencer­s» más importante de las redes

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