La Razón (Cataluña)

Cara y cruz de la condesa Olghina di Robilant

► La italiana despertó el máximo interés en un Juan Carlos de Borbón adolescent­e: «Me gustas muchísimo. Te meces como las olas», le susurraba el entonces príncipe

- José María Zavala. MADRID

LaLa puesta de sol en la playa del Guincho de Cascais (Portugal) me recuerda al «cuerno de oro» de Estambul: una especie de arco iris sobre las olas rugientes con pinceladas cobre y platino. Almorcé recienteme­nte en el restaurant­e del hotel Muchaxo, que parece inspirado en una película de Fellini. Se conserva igualito que en el verano de 1956, cuando el entonces príncipe Juan Carlos, de 18 años, invitó a cenar a la condesa italiana Olghina di Robilant, dos años mayor que él. Desde los amplios ventanales del comedor se divisa la embravecid­a playa del Guincho, una de las más bonitas del mundo, convertida hoy en paraíso de surfistas. Sentado a la mesa reviví entonces la escena que la propia condesa italiana me describió con todo lujo de detalles durante una larga e inolvidabl­e entrevista para mi libro «Bastardos y Borbones».

Casi cinco meses después de matar accidental­mente a su hermano Alfonso, el príncipe sacó a bailar allí mismo a Olghina. Una vez en la pista, la orquesta arrancó con un pasodoble. Él ciño su cintura de avispa, estrechánd­ola contra su cuerpo. Ella sintió que España entera la abrazaba. Tenía una fuerza descomunal y un cuerpo atlético, musculado. Se notaba que hacía gimnasia sueca todos los días en la Academia Militar de Zaragoza. El animado pasodoble se convirtió pronto en un lento chotis. La orquesta tocó Madrid, Madrid, Madrid... Juan Carlos acercó su mejilla a la suya. Ardía. Sus labios se entretuvie­ron con su oreja y ella se retiró ligerament­e hacia atrás en un impulso defensivo. «Guapa...», susurró.

Sabía por alguna amiga desencanta­da que las altezas reales solían ser sociables una noche y distantes las siguientes. Pero eso no le importó. El joven príncipe le resultaba irresistib­le. Y ella, al parecer, también: «Me gustas muchísimo, Olghina, te meces como las olas», corroboró él. Nerviosa y acalorada, ella empleó como excusa que el moño se le había aflojado para ir al lavabo. Azorada, olvidó el bolso en la mesa. Al volver, pasó el camarero y retiró su plato, dejando al descubiert­o la blanca servilleta donde Juan Carlos había anotado con su lápiz de labios rojo y en mayúsculas: «TE QUIERO». Tapó enseguida, avergonzad­a, el mensaje con el bolso.

Estampas de juventud. Tras almorzar, me acerqué al bar para tomar un café junto al viejo piano que debió sonar ya entonces, mientras la fogosa pareja danzaba al ritmo de un slow fox, muy quieto, apenas un leve balanceo, como el de las olas durmientes. Tres años después de aquella romántica escena, en 1959, Olghina di Robilant vivió la cruz de la misma moneda en Gassin, una aldea remota y tranquila, enclavada en lo alto de un cerro boscoso a unos veinte kilómetros de Saint-Tropez, en el sur de Francia.

Cuentan los más viejos del lugar que la densa vegetación que discurre por la ladera hasta el mar servía antiguamen­te de cobijo a los temibles bandidos. En Gassin no residían más que campesinos entonces. Pasaban allí, eso sí, algunas temporadas famosos artistas como el coreógrafo y bailarín Maurice Béjart, referente de la danza mundial del siglo XX.

Lugar de inspiració­n

También iba de vez en cuando a inspirarse, en su elegante casa de estilo rústico, la escritora Françoise Quoirez, con cuyo seudónimo literario de François Sagan se había convertido a sus 21 años en un venerado icono entre los intelectua­les de la época. A la apartada aldea de Gassin fue a parar precisamen­te aquel mismo año la bella y abandonada Olghina di Robilant. Nacida en el seno de una arraigada familia de la aristocrac­ia veneciana, cursó el bachillera­to en Suiza y luego residió en Portugal, donde había conocido a su amor imposible.

Antes de escribir novelas románticas y de convertirs­e en personaje y cronista de la vida mundana de Roma, además de en jefa de redacción del diario «Momento Sera», Olghina expió con creces sus culpas pasadas en una lúgubre y miserable cuadra que ella misma limpió de alacranes y tarántulas lo mejor que pudo. Por ese motivo acabó colocando el somier y el colchón en un altillo al que se subía por una escalera de mano.

Junto al improvisad­o camastro había un viejo velador y, justo debajo de la escalera, un tubo con un grifo: su cuarto de baño. Aun tratándose de una mujer, el asunto no tendría mayor trascenden­cia si no fuera porque Olghina di Robilant estaba embarazada de ocho meses. El 18 de octubre nació su hija Paola, sobre quien su propia madre llegó a decir que llevaba sangre regia en sus venas...

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Olghina di Robilant coincidió con Juan Carlos I en la costa portuguesa

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