La Razón (Cataluña)

Salud mental

- Fernando Sánchez-Dragó

DeDe repente todo el mundo se ha puesto a hablar de ella. Los médicos, los psicólogos, los expertos en cualquier cosa de la que no tengan experienci­a alguna y los sedicentes periodista­s que se despachan por tales en las tribunas de la todología. Parece ser que la peor secuela dejada por la pandemia es el incremento de los males de la mente. Que si ansiedad, que si melancolía, que si pesimismo, que si fuga de ideas, que si dificultad de concentrac­ión, que si arrebatos de cólera, que si acedia, que si sensación de soledad y tendencia al aislamient­o, que si ideas de muerte... Y, «last but not least», incremento de los suicidios.

Dicen que cada diez minutos un español pone voluntario fin a su vida y deja, por ello, hechas polvo a las personas cercanas. En Japón, que es el país donde más gente, incluso niños, se suicida, creen que un gesto así deja una huella incurable y riesgo de imitación en tres generacion­es de la familia. Véase lo sucedido en el linaje de los Hemingway ahora que ese escritor ha vuelto a ponerse de moda gracias a la excelente serie de televisión que Filmin le está dedicando. El suicida se convierte en epicentro y foco difusor de los remordimie­ntos, merecidos o no, que su decisión generará en cuantos piensan que pudieron evitarla y, por distracció­n, por dejadez, por egoísmo o, por ceguera, no lo hicieron. El suicidio no sólo mata al suicida, sino que deja malheridos a quienes tuvieron algún tipo de relación, incluso anecdótica, con él. Freud estudió muy a fondo ese síndrome. También lo hicieron Esquilo, Sófocles, Eurípides y, por supuesto, Shakespear­e. Muchos pensadores han interpreta­do el suicidio como un gesto de suprema libertad. Lo es, sin duda, en ocasiones, aunque no siempre (Sócrates, Cleopatra, Séneca), pero el suicida, antes de acogerse a ese último derecho, pues derecho en definitiva es, debería recordar que la libertad termina donde comienza la libertad del prójimo.

Lo que, en todo caso, resulta ridículo, por inviable, es creer que cabe aplicar protocolos de prevención a tal problema, que va in crescendo. Sean las autoridade­s sanitarias y las personas que trabajan en ese campo consciente­s de que el suicidio queda, por desgracia, fuera de su jurisdicci­ón.

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