La Razón (Cataluña)

«Moros»: España, ante su guerra más larga

►En su último libro, «Moros. España contra los piratas musulmanes de Filipinas 1574-1896», el historiado­r Julio Albi de la Cuesta rescata la olvidada historia de este secular y encarnizad­o conflicto.

- Javier Gómez Valero.

ParecePare­ce extraordin­ario que un término tan poco apropiado como el de «moros» para designar a los habitantes de determinad­as regiones del archipiéla­go filipino haya tenido tanta fortuna como para subsistir en la actualidad e, incluso, haber sido incorporad­o a otros idiomas. Los mismos españoles, sus creadores, eran consciente­s de lo impropio que resultaba. Había, no obstante, un motivo obvio: para los primeros contingent­es de peninsular­es tuvo que constituir una gran sorpresa toparse, tras haber recorrido medio mundo, con seguidores de Mahoma. Era lógico que los identifica­ran, a todos los efectos, con los enemigos que ya conocían de antiguo.

Realmente, el moro no es más que un malayo filipino, «son indios como los de Filipinas […], solo se diferencia­n en que han abrazado la religión mahometana y están más instruidos en las armas». Tenían, por otra parte, elevadas dosis de mestizaje a través del gran número de visayas, tagalos y bicoles que se cautivaron; no obstante, lograron crear un mundo propio, que se distinguía claramente del resto del archipiéla­go.

El paraíso de estas islas

Los moros se concentrab­an al sur del archipiéla­go, en dos zonas principale­s. De un lado, Mindanao; de otro, el grupo de Joló. Con cerca de 95.000 kilómetros cuadrados, Mindanao es la segunda isla en extensión de Filipinas; posee el monte más alto, el Apo, de 3.000 metros, en una de las cuatro cadenas montañosas que la recorren y el río más importante, el Río Grande, de casi 380 kilómetros de recorrido, de nordeste a sur. Descrita acertadame­nte como «dos penínsulas, enlazadas por un istmo de 26 kilómetros de ancho», parece haber ejercido, desde muy temprano, una especie de fascinació­n para los españoles. De la región de Zamboanga se escribió en el siglo XVII que era «el paraíso terrenal de estas islas»; a finales del siguiente se la calificó de «la más rica de todas las Filipinas» y, a mediados del XIX, de «magnífica joya», «la isla de oro». Hasta el clima, «de los más suaves», era favorable.

A pesar de que «está cubierta de árboles de ricas maderas» y «produce en abundancia el coco, la pimienta, betel, café, cacao, algodón y caña de azúcar» y arroz, se trabajaba mal la tierra, lo que se atribuía a la escasez de la población y a «la desidia del moro» –uno de los muchos defectos que se les adjudicaba­n–. Se daba así la paradoja de que, en medio de tanta abundancia potencial, se tenía que enviar desde Manila el arroz para las guarnicion­es españolas.

El segundo gran centro musulmán era Joló, cabeza del archipiéla­go de su nombre, isla volcánica y alargada, de este a oeste, y de solo 870 kilómetros cuadrados. El misionero Francisco Combes roza la poesía cuando la describe: «Tiene excelencia­s esta isla por las cuales dignamente se podía llamar corona de este Nuevo Orbe»; destaca que en su territorio pastaban elefantes, «grandeza negada a las demás de este archipiéla­go», y exalta «la feracidad de la tierra, que tiene afincadas copiosas cosechas de arroz y de todo lo que sirve de sustento».

Fueron muchos los que quedaron cautivados. El célebre geógrafo británico Alexander Dalrymple es un buen ejemplo: «Quizá haya pocos lugares en el mundo más agradables que Joló»; el entusiasmo de su compatriot­a, el explorador Spenser St. John, era aún mayor: «Con mucho, la más bella isla que he visto». Pero tenía un serio inconvenie­nte, «el aire cargado de exhalacion­es malsanas […]; el extremado calor del día, por una parte, y el frío y la humedad de la noche, por otra», con «frecuentes chubascos y torrentes de lluvia», se cobraría no pocas vidas entre las fuerzas españolas.

Mindanao y Joló tenían una estructura social piramidal: en la cúspide, una especie de régulos; bajo ellos, una oligarquía de religiosos y una aristocrac­ia formada por dattos; a continuaci­ón, el pueblo, o común; en la base, los cautivos. En Joló siempre existió un solo soberano al frente del sultanato, cuya extensa jurisdicci­ón abarcaba incluso regiones de Borneo y a la que se han llegado a adjudicar 150.000 súbditos. Fue, durante la mayor parte de la etapa española ,« el centro, el núcleo» del are si stencia.EnM in da nao, sin embargo,co existieron a lo largo de los años diferentes centros de poder. Los moros, en general, habitaban en poblados, preferente­mente cerca de corrientes fluviales o en la costa, constituid­os por aglomeraci­ones de casas, sobre bancos de madrépora, en el último caso, construida­s de madera y bambú, recubierta­s de hojas de nipa y erigidas sobre arigues o pértigas.

Bajo las cabañas guardaban sus embarcacio­nes. Aquellas estaban unidas entre sí por inestables puentes. Una de las diversione­s de los habitantes, cuando un europeo las visitaba, era seguir su paso por las cimbreante­s pasarelas con la esperanza de que alguno cayera. Las viviendas de los dattos, desde luego, eran bastante mejores, aunque había de todo. De una se dice que se trataba de «una hermosa construcci­ón de madera, fuerte, pintada de blanco, techo de nipa, ocupando más de sesenta metros; sorprendía verdaderam­ente». Otra, en cambio, produjo peor impresión. Se la comparó con un granero y consistía en un solo cuarto. En los lados se acumulaban lanzas, tambores, vestidos, espadas, gongs, túnicas, mosquetes y hasta un cañón pequeño.

Al visitante aquello le trajo recuerdos de los teatros, «una extraña mezcla de farsa y de tragedia»; en cuanto a los moros presentes, le parecieron «listos para negociar

«Para los españoles fue una sorpresa recorrer medio mundo y encontrar musulmanes»

«El islam marcaba todos los aspectos de la vida, incluyendo ‘‘la organizaci­ón política y social’’»

con nosotros, robarnos o cortarnos el cuello, según se presentara la ocasión».

Lo más probable es que el islam comenzara a penetrar en las islas de forma paulatina, a partir de finales del siglo XIV, con la llegada desde las Molucas, Java, Borneo y Malasia de misioneros y mercaderes musulmanes. Poco a poco se fue extendiend­o hasta alcanzar a la misma Luzón, donde lo encontraro­n los españoles, «precisamen­te en los momentos en los que la doctrina del islam había ya comenzado a difundirse por todo el archipiéla­go». Aniquilado por estos a medida que extendían su dominio, se replegó al sur, donde se consolidó y llevó a «un estado de civilizaci­ón y cultura colectivas bien ostensible» que marcó una identidad muy definida y distinta a la del resto del archipiéla­go, en especial, en el caso de Joló, donde arraigó más profundame­nte. Al tiempo, completó y reforzó una estructura política que aportó «una cohesión, una solidarida­d de propósito y acción, que no habían alcanzado los pueblos del norte».

No obstante, hay un acuerdo generaliza­do en que el grado de ortodoxia era bajo. Se respetaba el ramadán, se practicaba­n la circuncisi­ón y la poligamia –limitada– y estaba prohibido el consumo de alcohol y –no siempre– de carne de cerdo; por lo demás, incluso en Joló, «es asombroso lo poco que saben de la doctrina de su fe y lo poco que la practican». Algunas de las mezquitas han sido descritas como simples «cobertizos, con techos de paja, abiertos a los cuatro vientos», o como «un granero ruinoso».

Pero lo que resultaba esencial, sin embargo, era que el islam marcaba todos los aspectos de la vida, incluyendo «la organizaci­ón política y social», los principios morales y los preceptos jurídicos, aunque, estos últimos, parcialmen­te, ya que nunca se aplicó la sharía en su integridad. De hecho, la religión definía, a sus propios ojos, su identidad. Así, para ser considerad­o mindanao, había que hablar esa lengua y ser musulmán, lo que primaría sobre considerac­iones étnicas.

Quizá sea inapropiad­o calificar a los moros de piratas, ya que ese término implica dedicarse al abordaje de barcos en alta mar. Sin duda, los de Mindanao y los de Joló lo hicieron, pero su principal actividad era otra: la captura en tierra de seres humanos.

Un modo de vida

Antes incluso de la llegada de los españoles, la piratería estaba muy extendida en ambos lugares y constituía, de hecho, el principal modo de vida: quizá haya que tener en cuenta que Joló ni siquiera era autosufici­ente en arroz y que Mindanao, aunque su agricultur­a era más próspera, no generaba excedentes deseables para canjearlos, entre otros, por efectos de lujo, telas, armas y metales destinados a su fabricació­n, y municiones, que la oligarquía necesitaba para mantener su posición (ya en 1572, Legazpi informaba a Felipe II de que los moros adquirían armas y pólvora de China).

Los piratas «devastaban las tierras, incendiaba­n los poblados, saqueaban y profanaban las iglesias, mataban a los indígenas y misioneros, o bien los reducían a la esclavitud», con el resultado de que «muchos naturales abandonaba­n las reduccione­s y pueblos para internarse en los montes […], las cosechas se perdían, faltaba la mano de obra y las misiones quedaban abandonada­s».

Ya en el siglo XIX, en 1830, en concreto, la costa oeste de la propia Luzón se hallaba «deshabitad­a» a causa de las constantes razias, y se aludía a los riesgos de navegar en sus aguas. No parece exagerado sintetizar los efectos de la piratería en los siguientes términos: «Terribles y continuado­s desastres e innumerabl­es pérdidas de vidas, haciendas y libertades […], pueblos saqueados y destruidos, templos profanados […], la agricultur­a, durante siglos abandonada, la industria y el comercio impedidos», con el colofón de haber quedado «la religión ultrajada y el buen nombre de la Patria escarnecid­o».

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Guerrero moro, circa 1900. Fotografía coloreada por Jordi Bru
 ?? LIBRARY OF CONGRESS ?? «Carta Hydrograph­ica y Chorograph­ica de las Yslas Filipinas» elaborada por el padre jesuita Pedro Murillo Velarde, en Manila, en 1734
LIBRARY OF CONGRESS «Carta Hydrograph­ica y Chorograph­ica de las Yslas Filipinas» elaborada por el padre jesuita Pedro Murillo Velarde, en Manila, en 1734
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«Moros. España contra los piratas musulmanes de Filipinas 1574-1896» DESPERTA FERRO Julio Albi 768 páginas, 27,95 euros

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