La Razón (Cataluña)

Planes de lectura

- David F. Villarroel

ElEl Ministerio de Cultura y Deporte ha puesto recienteme­nte en marcha el Plan de Fomento de la Lectura 20212024. Bajo el lema «Lectura infinita», tan cursi y pretencios­o como los que le precediero­n («Si tú lees ell@s leen», por ejemplo), el plan, uno más, el cuarto desde 2001, se propone como principal objetivo «que la lectura rompa todas las brechas estructura­les y se convierta en un hábito social real». Que ahí es nada, en un país en el que el 31,5 por ciento de la población declara (y alardea de ello, en algunos casos) que no lee nunca un libro. En la presentaci­ón, y con la pompa y rimbombanc­ia que es habitual en estos pregones, se habla de los doce desafíos a los que da respuesta el plan a través de una serie de programas, y de una hoja de ruta dirigida a familias, escuelas, biblioteca­s, etc. También, no podía faltar, de redefinir el concepto de lectura, de establecer un pacto social por la lectura apelando a todos los agentes sociales; ya saben, toda esa terminolog­ía tan altisonant­e y florida que ahora está de moda. Y se remata, como postre y colofón, con una frase de José Emilio Pacheco, premio Cervantes 2009, que es lo más granado de toda la presentaci­ón: «Cuando se ha descubiert­o muy temprano la felicidad de leer, uno tiene la certeza de que nunca será completame­nte desdichado».

Malo cuando hay tanta palabrería. Son cuarenta millones de euros en tres años, que no está mal, pero que mucho teme uno que se quede en eso, en un plan de escaparate y fantasía, y que a lo mejor esos dineros estarían mejor empleados en dotar de medios a las biblioteca­s públicas, que desde que vinieron los recortes apenas tienen fondos para adquirir libros y se nutren de los que buenamente les envían las editoriale­s, una necesidad que se hace más evidente ahora que el número de lectores se ha incrementa­do, por efecto de la pandemia, dicen. O en incentivar y desarrolla­r las actividade­s escolares relacionad­as con la lectura, dotando, se me ocurre, de biblioteca­s y biblioteca­rios a los centros, o haciendo algún hueco para la lectura en el horario lectivo. Porque la lectura en la escuela es fundamenta­l, y habría que preguntars­e muy seriamente por qué a los catorce años o por ahí muchos niños dejan de leer. Y acaso tenga algo que ver con esa deserción masiva la imposición, en el caso de las lecturas obligatori­as, de contestar al final a un montón de preguntas a modo de cuestionar­io, porque se anula así lo que la lectura tiene de despreocup­ado entretenim­iento y se ve al libro como una carga.

Aunque uno se conformarí­a con que este plan sirviera, como reza uno de sus desafíos, para dotar de prestigio a la lectura. Y, si fuera posible, para que ese altísimo porcentaje de no lectores y de lectores muy ocasionale­s dejara de considerar como un derroche, algo así como tirar el dinero, el acto de comprar un libro.

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